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lunes, 3 de julio de 2017

Ámbar, capítulo III: Eramos pocos y parió la abuela...

                                            CAPITULO III
                             Éramos pocos… y parió la abuela
Se me aceleró el pulso, se me alargó el paso, no sé si corrí pero es que solo podía ser…!!! Mi amigo Vladimir ¡¡¡ Nadie podía tener un coche de aquel color y tan cochambroso y nadie podía estar tan loco como para ir hasta allí en aquella máquina en ruina…
En la puerta me esperaban Olga y él, los dos con una sonrisa de oreja a oreja, y Vladimir enseñándome las nuevas fundas de oro que se había puesto en la boca como si fuera Belfegor, uno de los Siete Príncipes del Infierno que prometían encontrar tesoros y proporcionar la Felicidad si a cambio le entregabas tu alma…que así era Vladimir…
Nos fundimos en un abrazo eterno ante la mirada comprensiva de Olga, un abrazo sin palabras aunque él intentó, sin éxito, el saludo de los tres besos pero era tan fuerte el abrazo que le fue imposible hasta pasado un buen rato. No me gustaba este ritual porque se me solía olvidar que eran tres los ósculos y, al quedarme parado, el tercero solía resultar demasiado centrado para mi gusto…
Era feo con mala leche pero era nuestro feo así que hasta nos gustaba y parecía que le había ido bien en esos tres largos años que habían pasado desde nuestra despedida porque estaba lustroso, cuidado y hasta creo que había engordado unos doscientos gramos.
Las preguntas se agolpaban por parte de los dos sin esperar las respuestas así que acabamos a carcajadas cuando Olga nos invitó a pasar a casa que, en su interior, causó asombro a nuestro amigo del alma que ya fisgoneaba todo inclinado como estaba para quitarse los zapatos en esa costumbre rusa que evita llenar de suciedad o barro la pieza , dejándolos en el armario o estantería del hall.
Nos sentamos en la cocina, lugar de honor para invitados de honor, aunque no sé si a Vladimir se le podía considerar un invitado, y Olga empezó a poner la mesa siguiendo la hospitalaria costumbre rusa de ofrecer el pan y la sal aunque la versión moderna era comer sin importar la hora que fuera y poner sobre la mesa lo mejor que hubiera en la despensa.
Vladimir me hizo un gesto para que le siguiera al coche y allí abrió el capó y apareció un motor nuevo flamante que me mostró con orgullo aunque el aspecto externo era tal cual lo recordaba. Astuto como un campesino de la estepa, solo cambió lo que importaba, no dotando al coche de nada que pudiera llamar la atención e incluso tenía un ingenioso sistema para desmontar los limpiacristales cuando estaba estacionado y no pensaba usarle que determinados repuestos eran absolutamente imposible de encontrar por lo que el mini hurto era deporte de poco riesgo y gran beneficio para uso propio o para la venta.
Después se dirigió al maletero y sacó de él unas botellas de vino georgiano, que es sabido que de visita siempre hay que llevar algo, vino dulzón que me recordaba a la quina Santa Catalina que me daban mis padres para que no me quedara ruin, sin conseguirlo, y que completaban con unas inyecciones de aceite de hígado de bacalao con las que crecí, vaya que sí crecí, a fuerza de estirarme con el dolor que producían aunque, la verdad, no fue mucho el estirón.
Sus tesoros, sacados de aquello que siempre me pareció más la cueva de Alí Babá que un maletero, se completaron con un queso italiano gorgonzola que olía que apestaba a pesar de que él decía que estaba en perfecto estado y yo replicaba  que lo que no mata engorda.
Todo hacía suponer que le había ido muy bien pero, era ruso, u osetio, había que esperar a que quisiera contar los detalles cosa que sucedería después de comer y reír y al tercer trago de vodka.
Quizás hasta nos diría el verdadero motivo de su visita pero no antes de apelar a la amistad para siempre, brindar por Rusia y España y cantar alguna canción folclórico-patriótica tipo “Katiusha”… que el proceso ya me lo conocía y veía venir el dolor de cabeza si no andaba listo.
Resultó tal cual…comimos, bebimos, reímos, brindamos, cantamos y cuando el nivel etílico entró en fase determinante y antes de que la cosa pasara a mayores, pensé en preguntarle qué asunto le había traído hasta nosotros.
- Os echaba de menos, que a mí me ha ido muy bien pero vosotros no tenéis ni teléfono. Como llevo aquí dos días esperándote he hecho alguna gestión y os lo pondrán en esta semana y no creáis que me ha salido barato, pero vosotros sois más que amigos, sois hermanos, así que todo está bien. Escucharan todo lo que habléis pero qué más da si no habláis más que bobadas. Así estaremos en contacto más a menudo.
- Gracias Valodia de corazón, la verdad es que lo necesitábamos mucho pero resulta que solo te creo a medias, estoy seguro que hay algo más y esa sonrisilla de jitrii, astuto, me dice que no me equivoco, repliqué.
- Tienes algo de razón, necesitaba desaparecer algún tiempo y aquí nadie me buscará. Me ha ido muy bien, los negocios son fáciles ahora y en el Cáucaso más. He comprado y vendido de todo, incluso voluntades que en los tiempos que corren es fácil, y se puede decir que he ganado dinero como para vivir siete vidas, tanto que ya ni siquiera mi suegra me grita y ahora dice que qué suerte tuvo su hija al encontrarme pero no es menos cierto que ha llegado un momento en el que tenía algunos enemigos, ya sabes, en los negocios hay mucha competencia y hay cosas que no todo el mundo entiende.
Intuía que no me diría más pero que lo había, pero sé perfectamente cuando no es el momento de insistir, cuando el interlocutor no se apeará de su burro, así que opté por dejarle hacer.
- Unos días de descanso me vendrán bien, pasearemos juntos, os invitaré a comer en algún sitio cercano y haremos planes de futuro de esos que sabemos de antemano que no se cumplirán como, por ejemplo, visitarme en mi casa de Tsjinvali, añadió.
Algo saqué en claro, al menos vivía en Osetia del Norte y teniendo en cuenta lo apegados que eran en aquellas latitudes a la tierra, lo probable era que también fuera de allí como supuse siempre.
Vladimir se despidió a media tarde y Olga se dedicó a recoger el bardal que habíamos dejado de restos de comida, botellas y papeles y yo la ayudaba en silencio. Pensé que algo la preocupaba con lo que yo acabé preocupándome también aunque sin saber por qué.
En el momento mágico que componen la alcoba y la noche, la abracé y la pregunté si la inquietaba algo.
- Si, contestó, aunque no sé por qué. La visita de Vladimir me ha llenado de dudas y a la vez de alegría. Es cierto que le tengo un profundo afecto porque te ayudó y me ayudó y sin él seguramente lo hubiéramos tenido mucho más difícil pero a la vez me produce desazón aunque no haya causa real.
- Mira Olga, es nuestro amigo y lo ha demostrado con creces. Es cierto que es peculiar y que sabemos muy poco de su vida pero sí estamos seguros de que es leal y, en los tiempos que corren, la lealtad es una cualidad impagable, contesté.
- Tienes razón pero ¿por qué se presenta ahora así, sin motivo aparente y después de tanto tiempo? Y no me digas que porque es ruso que tú nos entiendes muy bien pero yo los entiendo mejor. Las ganas de vernos y abrazarnos tienen límites incluso en Rusia. Y estoy feliz porque tú lo eres, no hay más que mirarte la cara y ver como sonríes, pero yo tengo mis dudas. Creo que hay algo más.
- Pero qué más da, habrá venido a otra cosa pero a nosotros no nos afecta, repliqué con aire tranquilizador.
- Mira Alfredo, sé que algún día te iras de aquí, de mi lado, y lo sé porque este mundo es demasiado estrecho para ti y solo quiero que te vayas cuando a mí ya no me duela y tengo la impresión, ojalá sea equivocada, de que Vladimir trae problemas, de que la felicidad dura poquito aunque tú lo intentes todo para hacerme feliz. Sé que me quieres y sé que quieres a Rusia, al menos a la Rusia campesina, a su gente,  pero también sé que este no es tu mundo y que si no encuentras tu camino no serás feliz para siempre. Debes de buscar ese camino pero cuando lo encuentres procura que no me duela.
- Eso no pasará nunca Olga, dije con fuerza y convicción y la  abracé más fuerte para que sintiera que lo decía completamente seguro de mis palabras.
Se quedó dormida en mis brazos a cambio de provocarme a mí un insomnio monumental que me obligó a levantarme a ver los cientos de anuncios que salían en la tele a aquella hora y a fumar más de lo que debía.
Di más vueltas que el cobrador de un tiovivo y, lo que es peor, las palabras de Olga me generaron un mar de dudas con respecto a las intenciones de Vladimir y, sobre todo, a las mías ¿Tendría razón? ¿Me conocía mejor que yo mismo? ¿Que había visto en Vladimir?
Me prometí a mí mismo no meterme en ninguna aventura y menos en algún lío ni por Vladimir ni por nadie, simplemente por Olga y por mí pero la incertidumbre se apoderó de mí y solo al amanecer me quedé dormido con la tele puesta y en una postura sobre el sofá que me proporcionó una tortícolis monumental y un dolor de cabeza de esos que solo se me pasan con café con dos gotas de vodka que así lo tomaba en la ciudad aunque tenía que pagar a la camarera un chupito entero porque se negaba a servirme dos gotas, ya se sabe, nielziá…yo creo que se bebía el resto…supongo que para olvidar que quería trabajar en un hotel y lo hacía en un parque zoológico lleno de mochilas y mochileros, tanto que, a veces, me preguntaba a qué animal representaba yo…quería ser el tigre de Siberia pero creo que era la jirafa de tanto estirar el cuello para observar, gratis, todo lo que pasaba a mi alrededor y es que curioso…también lo soy y mucho.
Cuando desperté, Olga me miraba con cara de asombro y no solo por mi postura acrobática en el sofá sino porque jamás me perdía en todas las estaciones del año el maravilloso amanecer, tanto con luz como con nieve o hielo pero sobre todo en Otoño  cuando el tibio sol iluminaba el ocre de los abedules haciéndoles de terciopelo.
No sabía ni a qué hora me había dormido, ni cuánto dormí ni por supuesto que hora era, solo sabía que necesitaba el café mojado con las gotas milagrosas y que dos operarios circulaban por la casa como Perico por la suya martilleando la pared y a la vez mi cabeza en un eco que me producía la sensación de peinarme con alfileres.
A mí mirada inquisitiva Olga respondió con una sola palabra en voz baja: Teléfono. Tiene bemoles la cosa, casi tres años para poner un aparato y Vladimir lo había conseguido en tres días.
Al cabo de cierto tiempo, que me pareció una eternidad, uno de los operarios se dirigió a mí y yo, con un gesto, le redirigí a Olga que no estaba para explicaciones. Con cierta desgana, estaría ya cansado que aquí cambiar una bombilla lleva una semana, le indicó a ella que el teléfono, modelo teletrófono de Antonio Meucci y de uniforme color negro que me daba grima porque soy alérgico a la baquelita, ya estaba instalado pero que no sabía cuándo darían la línea ni el número porque él solo lo instalaba… “España y yo somos así señora” decía Marquina, y Rusia también que por algo somos primos hermanos.
Apenas se habían marchado cuando el aparato aquel sonó, si sonó y el asombro de los dos supongo que era inenarrable…¿no dijo aquel hombre que el número y la línea no sabía cuándo los darían?¿serían pruebas? cógelo tú...no, no cógelo tú…y aquello seguía sonando…en un gesto machista fingido, lo tomé en mi mano como si fuera de cristal y, no sin temor, lo acerqué al oído y dije tímidamente lo típico de “Slyshaiu”, escucho, y casi me da un pasmo cuando oigo la voz de cazalla de Vladimir preguntándome si había dormido bien.
No salía de mi asombro a pesar de saber que en Rusia todo es posible y lo contrario también pero aquello era demasiado.
- Déjate de hacer tonterías que os paso a buscar para ir a comer a un sitio en el que he encargado la comida y además tengo que deciros una cosa.
Me senté, no estaba para emociones fuertes, y apenas pude balbucear para preguntarle a qué hora pasaría.
- En una hora estaré allí, dijo y colgó sin más.
Se me cayeron dos lagrimones imponentes con la alergia a aquel material y se lo dije a Olga que se entristeció porque ni tenía que ponerse, según ella,  ni sabía qué hacer. Para ella era una experiencia nueva ir a comer fuera de casa. La tranquilicé diciéndola que era normal, que se pusiera cualquier cosa, que solo éramos unos amigos y que nuestro ilustre anfitrión solo quería pasar un rato con nosotros sin que tuviéramos que poner la mesa ni recoger ni nada…solo charlar juntos. Tuve una frase definitiva…
- Vístete de Olga y estarás perfecta, la dije.
De repente se tranquilizó y en unos minutos estaba radiante.
La bocina acatarrada del Lada de Vladimir sonó llamándonos mientras se acercaba y nada más apearse se dirigió a Olga para decirla que estaba preciosa. Ella me miró a mí en un gesto de complicidad. Verdaderamente estaba muy guapa vestida con la naturalidad que acostumbraba.
Nos llevó a un hotel, de cuyo nombre no quiero acordarme, que tenía un comedor absolutamente rococó con palcos sobre una pista de baile y que se cerraba con cortinones rojos que olían a humedad. Me recordó a Lara y al canalla de Komarov del Doctor Zhivago y me entraron ganas de asesinar al camarero si se llegaba a parecer a aquel personaje turbio y sin escrúpulos. A aquel comedor solo le faltaba música y una madame pero Vladimir era así y no sé por qué esperaba otra cosa.
Fundamentalmente la comida era sencilla pero espléndida, ensalada Olivier, rusa, con un aliño que quería ser César, pescado en gelatina, kolbasá, smetana para unos ricos blinys de champiñones y una inmensa tarta de galletas y chocolate grande como para invitar a todos los comensales si el salón estuviera lleno, que no lo estaba salvo en dos mesas que ocupaban unos individuos vestidos con el inevitable chaquetón de piel negra que me hizo sospechar su profesión, más bien su ocupación, y además pude comprobar que nuestro amigo se sentía cómodo entre ellos, tanto como incomodo me sentía yo.
Cuando acometimos la tarta apareció en el centro un señor vestido, creo, de zíngaro con su correspondiente acordeón y digo zíngaro porque si bien son muy talentosos para la música con este instrumento son geniales. La escena era…no sé cómo decirlo, solo faltaba una cabra haciendo de las suyas o un mono pasando la bandeja aunque la canción era agradable. Vladimir no debió pensar lo mismo porque rápidamente le dio un billete de cien rublos y le pidió que se fuera con la música a otra parte. Por toda explicación dijo que quería hablar con nosotros. Se me puso la carne de gallina.
Salió del local y volvió con una caja de zapatos  que ofreció a Olga. Ella sorprendida le interrogó con la mirada y él la pidió que la abriera. Al hacerlo la cara de Olga era todo un poema, entre sus manos salió un collar de ámbar de dos vueltas con el cierre también en aquella maravilla y que contenía un insecto atrapado en la resina, todo ello engarzado sobre plata. Debía costar un dineral porque estas piezas se venden al peso y aquello, por el aspecto debía de pesar lo suyo.
Si la cara de ella era de asombro, la de Vladimir parecía la de un colegial que se hubiera corrido la clase y estuviera columpiándose en un parque por primera vez. Y solo pensaba que cuanto me iría a costar y no precisamente en dinero porque a fuerza de ser estoico también me había hecho desconfiado, o cínico, aunque pensándolo bien, a lo mejor lo era de nacimiento pero también era cierto que en Rusia la tranquilidad era breve dada mi experiencia…
Nuestro amigo me pidió que se lo colocara a la aturdida Olga mientras la dijo una de sus frases que nunca sabía por dónde tomarlas: Algún día los marcos de tus ventanas serán de ámbar. Es conocida la costumbre rusa de adornar los marcos de las ventadas con tallas en madera pintadas de vivos colores pero en ámbar jamás vi ninguna. Supuse que era una cortesía impropia de nuestro anfitrión ocasional pero cortesía al fin y al cabo.
Pasadas las palabras de agradecimiento y la sorpresa, esta vez agradable, Vladimir se dirigió a nosotros.
- Olga, sé que es un poco grande pero también sé que puedes cortarle y darle la mitad a tu hermana Yulia e ir las dos igualitas como corresponde. No te disculpes porque sé que lo harás y ya contaba con ello así que adelante.
Y siguió.
- Supongo que os habréis preguntado cuanto tiempo estaré aquí, es lo lógico, pero aún no lo sé, no depende de mí, pueden ser tres días, tres semanas o un mes. En realidad estoy muy a gusto y tenía ganas de veros pero prefiero que me echéis de menos a qué simplemente me echéis…
Estoy esperando a alguien que llegará de un momento a otro y de ese alguien dependerá la duración de mi estancia. Bueno de él exactamente no pero si en gran medida, por eso estoy mirando hacia la entrada. Una vez más os sorprenderé, concluyó enseñando sus recién estrenada fundas doradas… y dejándonos a nosotros absolutamente pensativos intentando adivinar quién sería la persona a la que esperaba.
No habían pasado diez minutos cuando Vladimir se levantó, alguien entraba en la sala, alto y con paso seguro. Creí conocerle pero no podía ser…o si…la persona que avanzaba hacia nosotros era Aleksander Volkov, el hijo de Olga…Ambos se fundieron en un abrazo sin palabras que en ella me pareció de emoción pero en él demasiado fingido, mientras nuestro amigo se reía feliz aunque no tanto como ella.
Allí estábamos los cuatro…Olga miraba a su hijo como las vacas miran al tren, y a mí con ese gesto como cuando Gary Cooper decía aquello de “Te lo advertí Flannagan, nunca debiste cruzar el Mississippi…” y el caso era que me había advertido pero de todo lo contrario pero, claro, ¡¡¡ qué sé yo de mujeres!!! Y Vladimir y Aleksander hablaban ajenos a nuestros pensamientos lo cual me ponía en alerta máxima, esa intuición que nunca me falla y que siempre me acompaña. Es como una segunda piel que me ha sacado de múltiples apuros. Veríamos esta vez…
El Sol poniente teñía de rojo y gualda, que casualidad, la herida plateada que producía en  la tierra el paso del río Angara, generando uno de los espectáculos más bellos de los tantos que solo la Madre Naturaleza es capaz de crear.

 Mientras disfrutaba de aquello a través de los ventanales y con la mirada ensimismada, pensaba que éramos pocos y parió la abuela…

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