CAPITULO III
Éramos pocos…
Se me aceleró el
pulso, se me alargó el paso, no sé si corrí pero es que solo podía ser…!!! Mi
amigo Vladimir ¡¡¡ Nadie podía tener un coche de aquel color y tan cochambroso
y nadie podía estar tan loco como para ir hasta allí en aquella máquina en
ruina…
En la puerta me
esperaban Olga y él, los dos con una sonrisa de oreja a oreja, y Vladimir
enseñándome las nuevas fundas de oro que se había puesto en la boca como si
fuera Belfegor, uno de los Siete Príncipes del Infierno que prometían encontrar
tesoros y proporcionar la Felicidad si a cambio le entregabas tu alma…que así
era Vladimir…
Nos fundimos en un
abrazo eterno ante la mirada comprensiva de Olga, un abrazo sin palabras aunque
él intentó, sin éxito, el saludo de los tres besos pero era tan fuerte el
abrazo que le fue imposible hasta pasado un buen rato.
Era feo con mala leche
pero era nuestro feo así que hasta nos gustaba y parecía que le había ido bien
en esos tres largos años que habían pasado desde nuestra despedida porque
estaba lustroso, cuidado y hasta creo que había engordado.
Las preguntas se
agolpaban por parte de los dos sin esperar las respuestas así que acabamos a
carcajadas cuando Olga nos invitó a pasar a casa que, en su interior, causó
asombro a nuestro amigo del alma que ya fisgoneaba todo inclinado como estaba
para quitarse los zapatos en ese ritual ruso que evita llenar de suciedad o
barro la pieza de entrada.
Nos sentamos en la
cocina, lugar de honor para invitados de honor, aunque no sé si a Vladimir se
le podía considerar un invitado y Olga empezó a poner la mesa siguiendo la
hospitalaria costumbre rusa de ofrecer el pan y la sal aunque la versión
moderna era comer sin importar la hora que fuera y poner sobre la mesa lo mejor
que hubiera en la despensa.
Vladimir me hizo un
gesto para que le siguiera al coche y allí abrió el capó y apareció un motor
nuevo flamante que me mostró con orgullo aunque el aspecto externo era tal cual
lo recordaba. Astuto como un campesino de la estepa, solo cambió lo que
importaba, no dotando al coche de nada que pudiera llamar la atención e incluso
tenía un ingeniosos sistema para desmontar los limpiacristales cuando estaba
estacionado y no pensaba usarle que determinados repuestos eran absolutamente
imposible de encontrar por lo que el mini hurto era deporte de poco riesgo y
gran beneficio para uso propio o para la venta. Después se dirigió al maletero
y sacó de él unas botellas de vino georgiano, que es sabido que de visita
siempre hay que llevar algo, vino dulzón que me recordaba a la quina Santa
Catalina que me daban mis padres para que no me quedara ruin y que completaban
con unas inyecciones de aceite de hígado de bacalao con las que crecí, vaya que
sí crecí, a fuerza de estirarme con el dolor que producían aunque, la verdad, no
fue mucho el estirón. Sus tesoros, sacados de aquello que siempre me pareció
más la cueva de Alí Babá que un maletero, se completaron con un queso italiano
gorgonzola que olía que apestaba a pesar de que él decía que estaba en perfecto
estado y yo que lo que no mata engorda.
Todo hacía suponer que
le había ido muy bien pero, era ruso, o osetio, había que esperar a que
quisiera contar los detalles cosa que sucedería después de comer y reír y al
tercer trago de vodka. Quizás hasta nos diría el verdadero motivo de su visita
pero no antes de apelar a la amistad para siempre, brindar por Rusia y España y
cantar alguna canción folclórico-patriótica tipo “Katiusha”… que el proceso ya
me lo conocía y veía venir el dolor de cabeza si no andaba listo.
Resultó tal
cual…comimos, bebimos, reímos, brindamos, cantamos y cuando el nivel etílico
entró en fase determinante y antes de que la cosa pasara a mayores, pensé en
preguntarle qué asunto le había traído hasta nosotros.
- Os echaba de menos,
que a mí me ha ido muy bien pero vosotros no tenéis ni teléfono. Como llevo
aquí dos días esperándote he hecho alguna gestión y os lo pondrán en esta
semana y no creáis que me ha salido barato, pero vosotros sois más que amigos,
sois hermanos, así que todo está bien. Escucharan todo lo que habléis pero qué
más da si no habláis más que bobadas. Así estaremos en contacto más a menudo.
- Gracias Valodia de
corazón, la verdad es que lo necesitábamos mucho pero resulta que solo te creo
a medias, estoy seguro que hay algo más y esa sonrisilla de jitrii, astuto, me
dice que no me equivoco, repliqué.
- Tienes algo de
razón, necesitaba desaparecer algún tiempo y aquí nadie me buscará. Me ha ido
muy bien, los negocios son fáciles ahora y en el Caucaso más. He comprado y
vendido de todo, incluso voluntades que en los tiempos que corren es fácil, y
se puede decir que he ganado dinero como para vivir siete vidas, tanto que ya
ni siquiera mi suegra me grita y ahora dice que qué suerte tuvo su hija al
encontrarme pero no es menos cierto que ha llegado un momento en el que tenía
algunos enemigos, ya sabes, en los negocios hay mucha competencia y hay cosas
que no todo el mundo entiende.
Intuía que no me diría
más pero que lo había, pero sé perfectamente cuando no es el momento de
insistir, cuando el interlocutor no se apeará de su burro así que opté por
dejarle hacer.
- Unos días de
descanso me vendrán bien, pasearemos juntos, os invitaré a comer en algún sitio
cercano y haremos planes de futuro de esos que sabemos de antemano que no se cumplirán
como, por ejemplo, visitarme en mi casa de Tsjinvali, añadió.
Algo saqué en claro,
al menos vivía en Osetia del Norte y teniendo en cuenta lo apegados que eran en
aquellas latitudes a la tierra, lo probable era que también fuera de allí como
supuse siempre.
Vladimir se despidió a
media tarde y Olga se dedicó a recoger el bardal que habíamos dejado de restos
de comida, botellas y papeles y yo la ayudaba en silencio. Pensé que algo la
preocupaba con lo que yo acabé preocupándome también aunque sin saber por qué.
En el momento mágico que
componen la alcoba y la noche, la abracé y la pregunté si la inquietaba algo.
- Si, contestó, aunque
no sé por qué. La visita de Vladimir me ha llenado de dudas y a la vez de
alegría. Es cierto que le tengo un profundo afecto porque te ayudó y me ayudó y
sin él seguramente lo hubiéramos tenido mucho más difícil pero a la vez me
produce desazón aunque no haya causa real.
- Mira Olga, es
nuestro amigo y lo ha demostrado con creces. Es cierto que es peculiar y que
sabemos muy poco de su vida pero si estamos seguros de que es leal y, en los
tiempos que corren, la lealtad es una cualidad impagable, contesté.
- Tienes razón pero
¿por qué se presenta ahora así, sin motivo aparente y después de tanto tiempo?
Y no me digas que porque es ruso que tu nos entiendes muy bien pero yo los
entiendo mejor. Las ganas de vernos y abrazarnos tienen límites incluso en
Rusia. Y estoy feliz porque tú lo eres, no hay más que mirarte la cara y ver
como sonríes, pero yo tengo mis dudas. Creo que hay algo más.
- Pero qué más da,
habrá venido a otra cosa pero a nosotros no nos afecta, repliqué con aire
tranquilizador.
- Mira Alfredo, se que
algún día te iras de aquí, de mi lado, y lo sé porque este mundo es demasiado
estrecho para ti y solo quiero que te vayas cuando a mi ya no me duela y tengo
la impresión, ojalá sea equivocada, de que Vladimir trae problemas, de que la
felicidad dura poquito aunque tú lo intentes todo para hacerme feliz. Sé que me
quieres y sé que quieres a Rusia, al menos a la Rusia campesina, a su
gente, pero también sé que este no es tu
mundo y que si no encuentras tu camino no serás feliz para siempre. Debes de
buscar ese camino pero cuando lo encuentres procura que no me duela.
- Eso no pasará nunca
Olga, dije con fuerza y convicción y la
abracé más fuerte para que sintiera que lo decía completamente seguro de
mis palabras.
Se quedó dormida en
mis brazos a cambio de provocarme a mí un insomnio monumental que me obligó a
levantarme a ver los cientos de anuncios que salían en la tele a aquella hora y
a fumar más de lo que debía. Di más vueltas que el cobrador de un tiovivo y, lo
que es peor, las palabras de Olga me generaron un mar de dudas con respecto a
las intenciones de Vladimir y, sobre todo, a las mías ¿Tendría razón? ¿Me
conocía mejor que yo mismo? ¿Que había visto en Vladimir? Me prometí a mi mismo
no meterme en ninguna aventura y menos en algún lío ni por Vladimir ni por
nadie, simplemente por Olga y por mí pero la incertidumbre se apoderó de mí y
solo al amanecer me quedé dormido con la tele puesta y en una postura sobre el
sofá que me proporcionó una tortícolis monumental y un dolor de cabeza de esos
que solo se me pasan con café con dos gotas de vodka que así lo tomaba en la
ciudad aunque tenía que pagar a la camarera un chupito entero porque se negaba
a servirme dos gotas, ya se sabe, nielziá…yo creo que se bebía el resto…supongo
que para olvidar que quería trabajar en un hotel y lo hacía en un parque
zoológico lleno de mochilas y mochileros, tanto que, a veces, me preguntaba a
que animal representaba yo…quería ser el tigre de Siberia pero creo que era la
jirafa de tanto estirar el cuello para observar, gratis, todo lo que pasaba a
mi alrededor y es que curioso…también soy y mucho.
Cuando desperté, Olga
me miraba con cara de asombro y no solo por mi postura acrobática en el sofá
sino porque jamás me perdía en todas las estaciones del año el maravilloso
amanecer, tanto con sol como con nieve o hielo pero sobre todo en Otoño cuando el tibio sol iluminaba el ocre de los abedules
haciéndoles de terciopelo. No sabía ni a qué hora me había dormido, ni cuánto
dormí ni por supuesto que hora era, solo sabía que necesitaba el café mojado
con las gotas milagrosas y que dos operarios circulaban por la casa como Perico
por la suya martilleando la pared y a la vez mi cabeza en un eco que me
producía la sensación de peinarme con alfileres. A mí mirada inquisitiva Olga
respondió con una sola palabra en voz baja: Teléfono. Tiene bemoles la cosa,
casi tres años para poner un aparato y Vladimir lo había conseguido en tres
días.
Al cabo de cierto
tiempo, que me pareció una eternidad, uno de los operarios se dirigió a mí y
yo, con un gesto, le redirigí a Olga que no estaba para explicaciones. Con
cierta desgana, estaría ya cansado, le indicó a ella que el teléfono, modelo
teletrófono de Antonio Meucci y de uniforme color negro que me daba grima
porque soy alérgico a la baquelita, ya estaba instalado pero que no sabía
cuando darían la línea ni el número porque él solo lo instalaba… “España y yo
somos así señora” decía Marquina, y Rusia también que por algo somos primos
hermanos.
Apenas se habían
marchado cuando el aparato aquel sonó, si sonó y el asombro de los dos supongo
que era inenarrable…¿no dijo aquel hombre que el número y la línea no sabía
cuando los darían?¿serían pruebas? cógelo tú...no, no cógelo tú…y aquello
seguía sonando…en un gesto machista fingido, lo tomé en mi mano como si fuera
de cristal y, no sin temor, lo acerqué al oído y dije tímidamente lo típico de “Slyshaiu”,
escucho, y casi me da un pasmo cuando oigo el vozarrón de Vladimir
preguntándome si había dormido bien.
No salía de mi asombro
a pesar de saber que en Rusia todo es posible y lo contrario también pero
aquello era demasiado.
- Déjate de hacer
tonterías que os paso a buscar para ir a comer a un sitio en el que he
encargado la comida y además tengo que deciros una cosa.
Me senté, no estaba
para emociones fuertes, y apenas pude balbucear para preguntarle a qué hora
pasaría.
- En una hora estaré
allí, dijo y colgó sin más.
Se me cayeron dos
lagrimones imponentes con la alergia a aquel material y se lo dije a Olga que
se entristeció porque ni tenía que ponerse, según ella, ni sabía qué hacer. Para ella era una
experiencia nueva ir a comer fuera de casa. La tranquilicé diciéndola que era
normal, que se pusiera cualquier cosa, que solo éramos unos amigos y que
nuestro ilustre anfitrión solo quería pasar un rato con nosotros sin que tuviéramos
que poner la mesa ni recoger ni nada…solo charlar juntos. Tuve una frase
definitiva…Vístete de Olga y estarás perfecta, la dije. De repente se
tranquilizó y en unos minutos estaba radiante.
La bocina acatarrada
del Lada de Vladimir sonó llamándonos mientras se acercaba y nada más apearse
se dirigió a Olga para decirla que estaba preciosa. Ella me miró a mí en un
gesto de complicidad. Verdaderamente estaba muy guapa vestida con la
naturalidad que acostumbraba.
Nos llevó a un hotel, de
cuyo nombre no quiero acordarme, que tenía un comedor absolutamente rococó con
palcos sobre una pista de baile y que se cerraba con cortinones rojos que olían
a humedad. Me recordó a Lara y al canalla de Komarov del Doctor Zhivago y me
entraron ganas de asesinar al camarero si se llegaba a aparecer a aquel
personaje turbio y sin escrúpulos. A aquel comedor solo le faltaba música y una
madame pero Vladimir era así y no sé por qué esperaba otra cosa.
Fundamentalmente la
comida era sencilla pero espléndida, ensalada Olivier, rusa, con un aliño que
quería ser César, pescado en gelatina, kolbasá, smetana para unos ricos blinys
de champiñones y una inmensa tarta de galletas y chocolate grande como para
invitar a todos los comensales si el salón estuviera lleno, que no lo estaba salvo
en dos mesas que ocupaban unos individuos vestidos con el inevitable chaquetón
de piel negra que me hizo sospechar su profesión, más bien su ocupación, y
además pude comprobar que nuestro amigo se sentía cómodo entre ellos, tanto
como incomodo me sentía yo.
Cuando acometimos la
tarta apareció en el centro un señor vestido, creo, de zíngaro con su
correspondiente acordeón y digo zíngaro porque si bien son muy talentosos para
la música con este instrumento son geniales. La escena era…no sé cómo decirlo,
solo faltaba una cabra haciendo de las suyas o un mono pasando la bandeja
aunque la canción era agradable. Vladimir no debió pensar lo mismo porque
rápidamente le dio un billete de cien rublos y le pidió que se fuera con la
música a otra parte. Por toda explicación dijo que quería hablar con nosotros.
Se me puso la carne de gallina.
Salió del local y
volvió con una caja de zapatos que
ofreció a Olga. Ella sorprendida le interrogó con la mirada y él la pidió que
la abriera. Al hacerlo la cara de Olga era todo un poema, entre sus manos salió
un collar de ámbar de dos vueltas con el cierre también en aquella maravilla y
que contenía un insecto atrapado en la resina. Debía costar un dineral porque
estas piezas se venden al peso y aquello, por el aspecto debía de pesar lo
suyo.
Si la cara de ella era
de asombro, la de Vladimir parecía la de un colegial que se hubiera corrido la
clase y estuviera columpiándose en un parque por primera vez. Y solo pensaba
que cuanto me iría a costar y no precisamente en dinero porque a fuerza de ser
estoico también me había hecho desconfiado, o cínico, aunque pensándolo bien, a
lo mejor lo era de nacimiento pero también era cierto que en Rusia la
tranquilidad era breve dada mi experiencia…
Nuestro amigo me pidió
que se lo colocara a la aturdida Olga mientras la dijo una de sus frases que
nunca sabía por dónde tomarlas: Algún día los marcos de tus ventanas será de
ámbar. Es conocida la costumbre rusa de adornar los marcos de las ventadas con
tallas en madera pintadas de vivos colores pero en ámbar jamás vi ninguna.
Supuse que era una cortesía impropia de nuestro anfitrión ocasional pero
cortesía al fin y al cabo.
Pasadas las palabras
de agradecimiento y la sorpresa, esta vez agradable, Vladimir se dirigió a
nosotros.
- Olga, sé que es un
poco grande pero también se que puedes cortarle y darle la mitad a tu hermana
Yulia e ir las dos igualitas como corresponde. No te disculpes porque sé que lo
harás y ya contaba con ello así que adelante.
Y siguió.
- Supongo que os habréis
preguntado cuanto tiempo estaré aquí, es lo lógico, pero aun no lo sé, no
depende de mí, pueden ser tres días, tres semanas o un mes. En realidad estoy
muy a gusto y tenía ganas de veros pero prefiero que me echéis de menos que qué
simplemente me echéis…
Estoy esperando a
alguien que llegará de un momento a otro y de ese alguien dependerá la duración
de mi estancia. Bueno de él exactamente no pero si en gran medida, por eso estoy
mirando hacia la entrada. Una vez más os soprenderé, concluyó enseñando sus
recién estrenada fundas doradas… y dejándonos a nosotros absolutamente
pensativos intentando adivinar quien sería la persona a la que esperaba.
No habían pasado diez
minutos cuando Vladimir se levantó, alguien entraba en la sala, alto y con paso
seguro. Creí conocerle pero no podía ser…o si…la persona que avanzaba hacia
nosotros era Aleksander Volkov, el hijo de Olga…Ambos se fundieron en un abrazo
sin palabras que en ella me pareció de emoción pero en él demasiado fingido,
mientras nuestro amigo se reía feliz aunque no tanto como ella.
Allí estábamos los
cuatro…Olga miraba a su hijo como las vacas miran al tren, y a mí con ese gesto
como cuando Gary Cooper decía aquello de “Te lo advertí Flannagan, nunca
debiste cruzar el Mississippi…” y el caso era que me había advertido pero de
todo lo contrario pero, claro, ¡¡¡ qué sé yo de mujeres!!! Y Vladimir y Aleksander
hablaban ajenos a nuestros pensamientos lo cual me ponía en alerta máxima, esa
intuición que nunca me falla y que siempre me acompaña. Es como una segunda
piel que me ha sacado de múltiples apuros. Veríamos esta vez…
El Sol poniente teñía
de rojo y gualda, que casualidad, la herida plateada que producía en la tierra el paso del río Angara, generando
uno de los espectáculos más bellos de los tantos que solo la Madre Naturaleza
es capaz de crear. Mientras disfrutaba de aquello a través de los ventanales y con
la mirada ensimismada, pensaba que éramos pocos y parió la abuela…
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