ÁMBAR
Capítulo
I
La cabra siempre tira al monte
Amanece
que nos es poco decía no sé quien… echaba de menos mi época de vino y rosas
pero no me apetecía empezar de nuevo…pura pereza…aunque a lo mejor sí pero no
me daba cuenta…
La vida
transcurría tranquila , demasiado tranquila, y el mundo, nuestro mundo , se me
hacía demasiado pequeño….demasiados temores, que aquí el miedo es una segunda
piel adosada permanentemente al Alma eslava, y era feliz, éramos felices, pero
alguien acostumbrado a una vida nómada, y de asfalto para el reposo, no
encontraba por ningún lado el gusto por el campo y la huerta aunque a Olga le
pareciera, después de tanto sufrimiento, aquel paraíso terrenal en el que Eva y
Adán comían manzanas empujados por aquella serpiente puñetera…no se me daba
bien embotar a todo correr en Verano todas las vallas del mundo para comerlas
despacio en Invierno y mucho menos recogerlas…soy más de supermercado, no es
tan natural, ni tan barato pero es más cómodo…
Es cierto
que Rusia huele a trigo verde, a hierba recién segada, a campo y sudor…también
es cierto que , durante algún tiempo, me gustaba aquello pero no lo es menos
que los días eran tan previsibles que llegaban , a veces , a hacerse
odiosos…envidiaba a aquel Paco Umbral que iba a buscar el pan cada mañana y se
encontraba con Nadiuskha y mucho más su obra literaria porque siempre quise ser
escritor pero resulta que no tengo inspiración, y es sabido que los artistas
sin ella no somos nada…solo faltaba que el marido de Yulia me llevara a
pescar…claro que el Baikal no es cualquier cosa aunque no se pescara nada…y me
decía que si llegaba la propuesta me lo pensaría , pero era demasiado
respetuoso conmigo así que tendría que proponérselo yo.
Me gustaba ir dando un paseo en cualquier época del año al
hotel Art House. Una cadena internacional lo mantenía en aceptables condiciones
de todo tipo teniendo en cuenta que estaba incrustado en la mansión Bichikanov
del siglo XVIII, situado en la ribera derecha del río Angara antes de que este
calmase la sed del gran Yeniséi, y
que tenía un café más que aceptable aunque cuando lo pedía con leche la camarera
, demasiado pizpireta para su edad, me miraba con ese gesto tan ruso que venía
a decir que los extranjeros estábamos como un cencerro, lo que , en mi caso,
era cierto…lo único malo que tenía el susodicho alojamiento era que estaba al
otro lado del río con lo que , en ocasiones invernales, el paseo había que
darlo aceleradamente y
entre los crujidos que salían de mi boca al congelarse al contacto con la
atmosfera mi aliento, en ese efecto que algunos llaman “ los suspiros del
Yeti”. Estos paseos acelerados estaban de sobra compensados por la maravillosa
floración de la Primavera y el Otoño ocre que cubría las dos orillas del río
llenándole de pura Poesía, de puro deleite para la vista.
En verano
demasiado calor , no solía ir a por mí café y a engancharme a internet porque
la cafetería se llenaba de una variopinta fauna entre guiris en busca de
mamuts, que algunos creían que aun andaban por las calles, ecologistas de salón
que venían a salvar al lago sagrado Baikal de los excesos humanos, aventureros
de chichinabo, fotógrafos freelances en busca del éxito que les sacara del
anonimato y la pobreza y chinos cargados hasta las trancas de productos marca
“La bandurria”…que montaban su mercadillo particular pagando previamente a todo
chichirimundi una espléndida propina para que miraran para otro lado.
El zoo lo
completaban algunas mozas aspirantes a modelos que, no sabía por qué, pensaban
que allí encontrarían a un agente americano que haría que sus sueños se
cumplieran…Solo encontraban a unos mamoncillos con pelo largo que las hablaban
de la pérdida del espíritu revolucionario de Lenin poniendo cara de
sufrimiento, o de estar estreñidos, con la sana intención de llevárselas al
huerto, no precisamente el de Getsemaní, y sin hacerlas una triste foto que
alimentara sus anhelos de gloria efímera en papel cauché…así, chavales, no hay
forma, me decía yo moviendo la cabeza en ese gesto universal de la negación.
Al final
el hotel parecía un camping para mochileros y la tranquilidad habitual se
convertía en una torre de Babel en la que nadie entendía más que el lenguaje
universal de los gestos, menos mi camarera favorita a la que de vez en cuando y
por probar a ver qué pasaba, la guiñaba el ojo o la hacía una reverencia a la
vez que la decía buenos días…pero no pasaba nada, la sutileza no era su punto
fuerte y creo que el sentido del humor tampoco. No me quedaba otra porque para
conectarme a Internet, ella debía de desconectar de su clavija un teléfono y
poner la mía y de paso avisar al FSB
con lo que se apuntaba un tanto muy valioso. Me la imaginaba diciendo algo así
como “El que vive con la hija de Beria, el extranjero, está conectado…”. No
solo no me importaba sino que me divertía que mis secretos eran tan confesables
que daban risa, pero Rusia funciona así, con lo que seguir el juego haciéndome
el bobo no era nada difícil.
Conocía de
memoria la ciudad después de dos años de retiro espiritual o lo que fuera.
Irkutsk, ciudad más conocida por los Decembristas que por otra
cosa…Decembristas así llamados porque fue en Diciembre de 1825 cuando se
sublevaron contra el Zar, Decembristas que eran oficiales del Ejército,
pertenecientes a la aristocracia rusa y formados en Francia desde donde
exportaron las ideas de la France y su revolución, pero los gabachos, siempre
hacen lo mismo y esta vez no sería una excepción, se olvidaron algún
detalle…les contaron lo de la Liberté, Egalité y Fraternité pero omitieron que
para ello había que dar matarile a unos cuantos miles de monárquicos, y sin
pestañear, por un procedimiento, muy poco aseado, llamado guillotina y, a poder
ser, con amplia difusión y un público ávido de ver cómo funcionaba el invento y
cuanto más numeroso mejor, para después pasear cabezas en una pica recordando a
los que no habían ido al espectáculo lo que les podía pasar si pedían la
devolución de las entradas que no habían utilizado. El método lo perfeccionaron
más tarde Lenin y Stalin con notable éxito.
¿El
resultado? Cinco condenados a muerte y casi una centena de deportados a Siberia
y al extranjero en distintas condenas en cuanto al tiempo de duración y, eso
sí, con la pérdida de todos sus bienes…y todo por una mala explicación.
La mayoría
de estos oficiales deportados se llevaron a Irkutsk a sus familias y entre
todos formaron aquí un centro cultural de lo más selecto de Rusia, dando lugar
a un florecimiento en la ciudad que no había tenido ni soñado jamás desde su
fundación al principio del Siglo XVII, fundamentalmente reconocible hoy en día
por la cantidad de casas y palacios con un inconfundible estilo francés y
amansardados edificios, todavía hoy en bastante buen estado de conservación,
como la mansión Fainberg o la Casa Europa, y no digamos la casa de María
Volkonskaya, verdadera inspiradora del nacer cultural en estos lares, e incluso
las famosas casas de madera son especiales en esta parte de Siberia por la
riqueza de los marcos de sus ventanas, hechos en madera tallada y policromada
que las dan un valor añadido y resultan de una singular belleza. Del paso de
Bakunin apenas nada… el ideólogo del anarquismo no quedó muy bien parado
aquí que los decembristas eran revolucionarios pero menos. De hecho se
carteaban con el héroe nacional ruso, el poeta Puskhin, muerto en un duelo a
manos de un oficial francés, que ironía más fina, por un quítame allá las
faldas de mi mujer Natalia Goncharova.
De una de
sus cartas, exquisitamente escritas, en la que se decía algo así como “… de la
chispa encendida por vosotros nacerá un nuevo orden...” sacó Lenin la palabra
Iskra, chispa, para el nombre del primer periódico revolucionario.
Nuestra
casa seguía siendo la misma, al menos exteriormente, porque ese miedo, tan
típicamente ruso, no permitía arreglar su exterior para no llamar la atención
pero interiormente si habíamos hecho muchos arreglos que nos permitían vivir
más que cómodos. Nuestra cocina era relativamente nueva, se había repartido la
planta en piezas separadas, el cuarto de baño era interior aunque con pozo, que
no llegaba allí el saneamiento, y un sofá en la salita de la tele, aunque
yo prefería tumbarme en el suelo a verla como hacía de niño con gran cabreo de
mi padre que decía que no sabía guardar la compostura…por eso decía Olga que yo
era como un osito de peluche porque nunca había abandonado mi alma de niño…un
revoque interior, con capa de pintura demasiado llamativa para mi gusto, nos
aislaba del frío mejor de lo que podía imaginar pero es que los rusos en esto
de abrigarse y abrigar son unos maestros y saben muy bien lo que hacen. También
los radiadores de aceite habían sustituido a la rechka que por otra parte
ocupaba un espacio absolutamente necesario. Por supuesto que el icono seguía en
la cocina, el lugar de honor de la casa.
Por encima
de aquel decorado de cartón piedra reinaba Olga, absolutamente feliz,
complaciente y paciente y, por primera vez en su vida, segura de sí misma y de
mi protección. Se afanaba en las tareas de la casa a lo que yo ayudaba en las
labores más duras y en hacer los mandados como una excusa más para cruzar el
río camino del centro, y yo creo que lo sabía y sabía que me gustaba el paseo y
el café mañanero sobre todo por lo que se inventaba, en muchas ocasiones, algo
que requiriera mi salida por el simple placer de ver mi cara de alegría…
El
panorama, mi panorama, se completaba con alguna visita a Yulia, la hermana de
Olga, que seguía viviendo en Sludyanka, y que cuando nos veía abría los ojos
como platos, eso que ahora llaman ojiplática, como si no diera crédito a lo que
veía, o como si no nos hubiera visto nunca pero ,claro, creía en la Sudba, el
Destino, y en ese particular síno vivía la suerte de su hermana que , después
de todo lo pasado, tenía su personal cuento de hadas en el que yo, que cosas,
era el Príncipe azul, un azul precisamente del tono que a su hermana le
gustaba, que ya se sabe que este color tiene demasiados tonos…
¿Era
feliz? Si, sin duda, pero no imaginaba mi vejez en aquel lugar, y no porque no
me aportara nada, al contrario, sino porque aun no abandonaba sin pena las
cosas de la juventud como recomendaba Kypling y lo peor era que Olga lo sabía y
no quería hacerla daño por nada del mundo, no se lo merecía y además sin duda
la quería pero lo cierto era que nuestros mundos eran muy distintos, distantes,
cada uno rehén de su educación, de sus raíces, de sus vivencias, tremendas
vivencias en el caso de ella, que se plasmaban en la tranquilidad que
significaba para uno esta vida, frente a la necesidad de que “pasara algo” del
otro.
A veces
pensaba buscar nuevamente a su hijo y traérselo arrastrando por la carretera
porque sabía que necesitaba verlo, necesitaba saber que estaba bien pero el
elemento estaría muy ocupado en plena picaresca a la rusa para obtener pingües
beneficios, espero que sin involucrarme a mi otra vez, y me prometía a mi mismo
hacerlo algún día y todavía no comprendía por qué había renunciado a los papeles
de Beria salvo porque tuviera otro negocio en marcha del que fuera más fácil
obtener réditos que convenciéndome a mí, sobre lo que seguro tendría dudas,
aunque yo no tuviera ninguna. Lo pasado, pasado está y así seguiría. Pero
tener un hijo así era como si una espada de Damocles oscilara sobre nuestras
cabezas.
Resumiendo, que es gerundio, la cabra, en este caso
yo, Alfredo Vigón, siempre tira al monte y espero que nadie le ponga años al
animalito…que echaba de menos el Lada amarillo chillón, más chillón que el
tractor de los Zapato Veloz, de mi amigo Vladimir.
Es curioso, todos queremos vivir muchos
años pero nadie quiere llegar a viejo. Parece evidente que son dos cosas
incompatibles, salvo para Matusalén que por la estepa le llamaban Mafusailov...
De que Rusia es un
gran país no me cabe duda y en él vivía yo mi particular aventura terrenal envuelto
y imbuido en eso que llaman el Alma Eslava…que encontrarle nombre a las cosas
que no entendemos es muy humano, cuando, yo creo, solo hay que sentir esas cosas,
medir si nos emocionan o nos cabrean..Y dejarse llevar por ellas. Otra cosa es
un sin vivir como Santa Teresa…
Desde que en una
visita del Patriarca de la Iglesia Ortodoxa a Occidente y se agarró un cabreo
de mil pares de Patrones de su Iglesia porque en un mapa antiguo se denominaba
a Rusia con el nombre de “Terra Incógnita”, se ha instalado en el resto del
mundo mundial un halito de misterio sobre todo lo que sucede o ha sucedido, o
está por suceder, en aquellas tierras que nos empeñamos en creer muy lejanas…y
es posible que hasta con cierta razón porque el ruso, el eslavo, también cree
en los misterios y en los milagros, probablemente porque cuando les falla la
Tierra , y les ha fallado en demasía, miran al Cielo, como todos hacemos, y también
porque tiene un cierto gusto romántico que convierte en héroes a los poetas o a
los actores y viven en un mundo de sueños, imperiales pero sueños.
Me encanta que la
gente crea en algo, que sueñen, creo que somos soñadores y que empezamos a
morir cuando dejamos de soñar y me cabrean esos falsos investigadores que se
dedican a desmantelar mitos y creencias destruyendo la ilusión de la gente. De
hecho yo aun creo en Died Maroz, Papá Noel, a pesar de mi corazón Mediterráneo,
pero ¿y si fuera adoptado y en realidad me apellidara Romanov? No creo, aunque
a veces lo pienso, pero una vez se lo
dije a un amigo en broma y se lo creyó tanto que la supuesta adopción apareció
en un periódico brasileño
Su historia está llena
de “falsos Dimitris” como aquel que en el llamado Interregno, se presentó como
hijo de Iván el Terrible, en realidad, se dice, un monje llamado Grigori, y que
acabó con la invasión polaca y el tal ¿Dimitri? o ¿Gregori? asesinado y
sustituido por Boris Godunov que al menos dio lugar a una abundante obra
literaria y musical. La realidad de todo este embrollo fue que el pueblo
prefería creer que era verdadero y que se salvó de la matanza de la familia del
tal Iván IV y que los boyardos se aprovecharon para sacar ventajas a cambio de
su apoyo. Nada nuevo bajo el Sol.
Otro episodio de este
pelaje sería el de la Princesa Tarakanova, que se decía hija de la Zarina
Isabel… se topó con Catalina la Grande en su intento y, tras ser llevada a
Rusia con engaños de uno de los supuestos amantes de Cata, el Príncipe Orlov,
murió de tuberculosis en la fortaleza de
Pedro y Pablo en Piter sin que los duros interrogatorios a los que fue sometida
la apearan del burro. Hoy en día aun son muchos los que mantienen que realmente
era hija de Isabel de quien se dice estuvo embarazada dos veces del Conde Razumovsky, recluyendo a su primera
hija en un convento aunque de la segunda, la tal Tarakanova, con nombre de
cucaracha… nada se
supo hasta su aparición en París con un supuesto testamento en la que se
reconocía su condición. Y nada se supo después aunque no resulta extraño porque
de existir alguna prueba habría sido destruida sobre la marcha.
La historia de la
muerte de Alejandro I está llena de todos los elementos propios de una novela
de misterio. Muere en Tangarong, a orillas del mar de Azov, oficialmente de
malaria, pero ¿Qué tiene de romántico o heroico morir así? Se dice, y
seguramente será verdad, que cuando comprueban su cadáver, las medidas
antropométricas no coinciden con las de Zar, y aunque sus restos son enterrados
junto con los de los demás zares en San Petersburgo, dice la leyenda que no son
de él, que se refugió en Siberia, que vivió como un stariets, un ermitaño a la
rusa, haciéndose llamar Fiodor Kuzmitch. Y yo también lo creo porque me apetece
que sea así que para mí es suficiente…
Podríamos estar
repasando tantas y tantas historias fantásticas hasta pasado mañana, a cual más
bella, y que entre todas han generado un
temor ritual entre los países que llegan a mezclar este sentir popular, este acerbo,
hasta con el mismísimo KGB. La ignorancia es atrevida. Todos creemos en algo,
esotérico o no, incluso los que no creen en nada, creen en algo…en ese nada…que
ya es creer porque muchas veces nada significa mucho.
De todas estas
creencias, Rasputín nada de nada a pesar de que su supuesto pene de veinte
centímetros se conserva en formol en un museo de la antigua Leningrado, la que
más me gusta es la de la princesa, en realidad Gran Duquesa, Anastasia, la que escapó de la matanza de la
familia imperial de Nicolás II en la casa de Ipatiev en Ekaterimburgo. Y digo
que escapó porque así lo creo y no quiero creer otra cosa. Mi admirada
Anastasia Nikolayevna.
Leo todo lo que cae en
mis manos sobre ella, tratando de dar sentido a su final y creyendo que Anna
Anderson, probablemente enredada en un sinfín de problemas jurídicos, fue
víctima de las circunstancias y no del soviet de los Urales.
Por casualidad vi una
película antigua sobre ella protagonizada por Ingrid Bergman y ¡¡¡Yul
Brinner!!! del que aún no sabía que era romaní y ruso de Vladivostok. No sé si fue la magnífica interpretación, mi
calurosa imaginación, mi predilección por los personajes caídos en desgracia,
los perdedores, o mis tendencias a averiguar la parte de la verdad que me
interesa, nunca completa que puede ser hasta peligroso, pero el personaje me
fascinó y he leído y leo todo lo que cae en mis manos sobre mi Anastasia, mi
heroína de mirada triste. La realidad es que aún no habían aparecido sus restos
lo cual era altamente sospechoso por cuanto, lógicamente, deberían haber sido
enterrados junto con los de toda la familia de Nicolás. Al menos es lo que se
desprende del relato del carnicero Mijail Medvedev en su libro “Torbellinos
hostiles”, mejor manuscrito, en el que se atribuye el mérito del asesinato dejando
a los matarifes restantes como simples espectadores. La crueldad del personaje
se manifiesta en su testamento en el que dejó la pistola que utilizó en los
crímenes a Nikita Kruchev, que, en mi opinión, no era mejor que él. Su tumba
mancha para siempre el fantástico cementerio moscovita de Novodevichi no muy
lejos de la del heredero de su arma, tal para cual, sin que, al menos yo, se
sepa el destino último de la pistola de marras.
Hablaba muchas veces
con Olga sobre estos y otros muchos enigmas de la Historia rusa y curiosamente
estábamos de acuerdo aunque por motivos diferentes. Ella creía firmemente en lo
más profundo de las leyendas como algo consustancial al sufrimiento ruso, algo
tenía que haber salido bien, no todo podía haber salido mal, y yo por lo que ya he dicho, y porque me apetecía creer, y porque la gustaba
a Olga que creyera y porque probablemente hubiera una parte de verdad en muchas
de ellas, por enrevesado que pareciera,
porque la Historia, no solo de su país sino de todo el mundo, y hablo de
la verdadera Historia, hay que conocerla con una buena provisión de tila
mezclada con valeriana para que no se nos indigeste.
Olga y yo nos
entendíamos muy bien, siempre lo habíamos hecho, pero es que ella había
desarrollado un español, rusiñol, como el de los indios en las películas del
Oeste cuando decían “ No creer a casaca azul pero invito a trago en Little
Bighorn”, lugar en donde los
escabecharon cual perdices, que era más
que suficiente, y mi ruso prosperaba a pesar de todos los cantamañanas que al
saber que era español me hablaban en inglés, idioma que odio y del que solo
sabía decir “Gibraltar español” que ese peñón lo llevo clavado en el alma como
si fuera una navaja cachicuerna metida hasta el mango en el omóplato.
Nunca hablábamos de su
padre, el ínclito Lavrenti, en un pacto ni hablado ni escrito, que no era
cuestión de meterse en fangales, que eso ya lo hacía con frecuencia su hermana
empeñada en presentarme a su padre como si fuera un personaje de cuento de
Navidad…ni tanto como se decía ni tan calvo, que si lo era, como lo pintaba
ella…pero sí alguna vez y con cierta reticencia sobre su hijo, el tal
Aleksander Volkov, al que ella llamaba Shasa. Cuando la conversación se ponía
de color panza de burro zamorano yo solía hacer algún comentario del tipo
“Parece que va a llover” que era la señal, muy bien captada siempre por ella,
de que el tema no debía llegar a mayores, mayores que pasaban porque le buscase
como la busqué a ella y es que no hay nada como una mujer enamorada para creer
que su pareja es Tarzán de los monos y que lo puede hacer todo. Además me
estaba volviendo supersticioso, a pesar
de que serlo traía mala suerte, y pensaba que no se debe de mentar la soga en
casa del ahorcado por razones obvias pero en este caso porque a fuerza de
nombrarle acabaría apareciendo…
CAPITULO II
Vladimir tenía un Lada amarillo
Malos años en Rusia, y
para los rusos, aquellos noventa anuncio de la gran depresión económica que se
avecinaba…en todas las ciudades, grandes o pequeñas, unos individuos con
chaquetones de piel negra, y como si fuera un uniforme que los identificara,
esperaban a la puerta de los bancos a quienes, como yo, íbamos a cambiar
nuestras divisas por rublos, ofreciendo bastante más que el cambio oficial y
este acopio, de dólares y marcos fundamentalmente, fue el origen, junto con
otros factores, de algunas de las grandes fortunas y sobre todo de esa gente
conocida como “nuevos rusos”, en español nuevos ricos, cuya ostentosa
prepotencia se ha visto por medio mundo, en mi opinión dañando gravemente la
imagen de su país, sobre todo porque era, y es , falsa…
Lo malo no era
cambiárselos o no a estos matones de tres al cuarto, simples empleados, lo peor
era quedar señalado como alguien que manejaba dinero y si bien yo tenía mala
fama, misteriosa fama, y no sé si inmerecida, pero el apellido Beria aun pesaba
mucho en el imaginario popular, que en principio me mantenía a salvo, la
realidad es que no estaba seguro de nada pues vivir alejado del centro y sin
vecinos no me daba seguridad alguna y lo peor era que no sabía bien que hacer ,
como encontrar equilibrio entre tranquilidad y seguridad.
Tampoco los bancos
eran demasiado solventes…y el dinero que me enviaba mi banco desde España,
venía vía Nueva York con una merma del veinte por ciento por culpa de los
costos y la posibilidad de que cualquier día me encontrara con la puerta de la
entidad cerrada a cal y canto.
Todo era complicado,
el correo llegaba a casa cada quince días en el hipotético caso de que lo
hubiera, y el teléfono que realmente me hubiera ayudado mucho, era imposible
obtenerlo. La tecnología llegaba hasta donde llegaba y los empleados públicos
también…cada vez que intentaba que me pusieran una línea la respuesta era
Nielziá…que, como todo el mundo sabe , quiere decir Nielziá, o , como decía
aquel torero, lo que no puede ser , no puede ser y además es imposible, y llamar desde el hotel solo servía para
algunas cosas porque me escuchaban hasta las cucarachas del sótano, que es en
donde normalmente se hacían las escuchas, que uno ya había corrido mucho y
sabía de esto.
Ni siquiera tenía
coche cuando realmente lo necesitaba aunque no fuera más que para salir
corriendo en caso de peligro así que me tuve que inventar un sistema con la
ayuda de mis viejas y peligrosas amistades que de enterarse Olga acabarían con
el Edén que ella se había creado mentalmente.
Así que debido a las
dificultades que manejar el dinero imprescindible creaba la situación, y muy de
vez en cuando, cogía el avión a Moscú, y podría hacerlo a cualquier otra
ciudad, pero Olga jamás volvería a aquella ciudad de su sufrimiento y por tanto
podía ir solo a un lugar en el que tenía muchos y enrevesados contactos,
forjados en favores mutuos y en esa complicidad entre, no sé si decir,
delincuentes, más bien pillos, que practican el hoy por ti, mañana por mí, que
nunca se sabe, y también, y por otra parte, allí las posibilidades eran mayores
que en ninguna parte aunque también el peligro, suponía, porque en la capital
de todas las Rusias siempre me he encontrado muy cómodo.
De entre toda aquella
patulea de la que podía fiarme porque yo también pertenecía a ella, elegí a
Katya…
Cuando llegué a Moscú
no tenía ningún plan previsto, algunos nombres, algunas direcciones, algunos
teléfonos que no sabía si me servirían de algo porque aun no habían llegado a
este Imperio decadente las guías telefónicas, datos con lo que a lo peor no
encontraría a nadie que en aquellos años convulsos todo era posible, venta de
pisos a constructores, derribos innecesarios, mudanzas a zonas en donde las
mafias no reinaran sin control…, fallecimientos imprevistos y accidentales…¿por
qué no?...si allí todo era posible…
Pero me alojé en el
hotel Ukraina por probar como era aquel mazacote, una de las Siete Hermanas que
coronaban Moscú como si fueran las velas de una tarta de cumpleaños de una niña
y no solo por probar, que también, sino
porque mis experiencias hoteleras anteriores no habían sido precisamente
buenas, sobre todo en el Rossia de casi cuatro mil habitaciones, en el que encontrar la habitación era como
hacer el Camino de Santiago descalzo aunque a céntrico no había quien le
ganara.
Y allí, y sin
pretenderlo, encontré la solución, más bien me vino la idea de quien pudiera
ser la persona adecuada para ayudarme a bajo coste porque la posibilidad de
Emma estaba rechazada de antemano, que me ayudó con todas sus fuerzas cuando
encontré a Olga pero que resultaba peligrosa en sus demandas, y nunca quise, y
menos ahora, aventuras que dejan sabor amargo y además no sabía si tendría
contactos útiles y demasiado miedo, aunque atrevida lo era y mucho.
Mi primera noche de
hotel moscovita fue un peregrinar de buenas mozas por la puerta de la habitación,
primero una, luego dos y finalmente tres… al principio creí que era una oferta
porque el precio disminuía pero debía de ser porque cuanto más avanzaba la
noche, tantas menos posibilidades de clientes les quedaban…abres la puerta por
si pasa algo y acabas dándote cuenta de que un extranjero solo, es caza mayor
por un puñado de dólares que diría Clint Eastwood. No hacía falta ser un lince
para pensar que estaban compinchadas con las diesurnayas, encargadas de planta,
del hotel en cuestión, que además tenían un alto grado de dignidad mal
entendida y una mala leche de preocupar. Ambas, la dignidad y la mala leche,
remitieron mucho cuando hasta las narices de que me despertaran salí en pijama
y esperé a que la señora encargada de mi planta dejara de hacerse la dormida,
lo que hizo de inmediato en cuanto vislumbró un billete de diez dólares
aireándose en mi mano…la petición, hecha con cara de bobo como corresponde a
los extranjeros y que yo tenía muy bien ensayada, tampoco me costaba mucho, me
salía muy natural, de que estaba muy cansado y necesitaba dormir, fue
correspondida un “no faltaría más que este es un hotel respetable” cosa que no
se creía ni ella pero que convenía aceptar…
En aquella Rusia
empobrecida Moscú no era una excepción, antes bien allí las dificultades eran
mayores que en un medio rural o de los llamados de provincias, porque en ellos
aun eran relativamente fáciles de encontrar los alimentos que en la capital
escaseaban, y era patético ver los gastronoms, las tiendas de comestibles,
absolutamente vacías en contraste con los miles de puestos de venta ambulante
que proliferaban en las grandes avenidas y en los pasos subterráneos del Metro
en los que se podían encontrar desde lencería de colores chillones a candados,
ropa y zapatos chinos, llaves inglesas y perfumes más falsos que Judas aunque
de acreditadas marcas, que el típico de toda la vida “Noches de Moscú” hacía
tiempo que ni siquiera se fabricaba. La oferta se completaba con una amplia
gama de relojes Vostok, Molnia, Komandirskii y otros de la amplia oferta de
mecánica soviética, por cierto muy buena. Supongo, no lo sé, que eran
alimentados de mercancía por los chelnoki, contrabandistas, estraperlistas u
otras variantes de los buscavidas y como de eso, de buscarse la vida, se
trataba, proliferaron como setas de Primavera para, y sobre todo, hacer acopio
de cosas inútiles, que en esto los soviéticos eran expertos y como los hábitos
occidentales no habían llegado todavía y ellos no se habían dedicado a cambiar
los suyos, habían convertido la ciudad en un mercado persa de enormes
dimensiones.
Solo en la Nueva
Arbat, la antigua Kalinin, y entre el edificio de Aeroflot y la confluencia con
Arbat la vieja, conté más de doscientos tenderetes y solo estaba vacía al
principio de la calle en donde el garito
Metelnitsa, cuya acera estaba ocupada por coches blindados y unos supuestos
conductores tipo armario ropero con altillos que parecían del famoso barrio de
Liubertsy, famoso , como digo, por practicar sus habitantes exageradamente el
noble arte de levantar pesos y que tenían todos ellos medidas de modelo,
90-60-90 , solo que en cada brazo, y también a la altura de los almacenes
Viesná en donde la puerta de entrada había quedado libre aunque no entraba
nadie que tenían mejor oferta los tenderetes. En Leninskii Prospekt ni siquiera
intenté nunca hacer un cálculo, que había allí más gente que en el metro en
hora punta, pero me compré un reloj chino de pila que al cambio me costó algo
así como veinticinco pesetas porque el mío era demasiado llamativo. El tal reloj,
que aún conservo, tenía en la esfera la bandera de la Marina de Guerra
soviética y, simbologías aparte, era bonito pero sobre todo cumplía la misión
de no interesarle a nadie.
En aquella marabunta
inmersa en una fiebre de picaresca proletaria, y al grito de ¡¡¡Sálvese el que
pueda!!! la gente se las ingeniaba para llevarse algún rublo extra a casa fuera
cual fuera el procedimiento. Se volvió incluso a los oficios más antiguos del
mundo, echadoras de cartas por ejemplo, e incluso otros más antiguos…
Al más antiguo de
todos se dedicaba Katya, quien, con el consentimiento expreso del KGB con el
que colaboraba pasándole información de cuanto extranjero pasaba por sus manos,
por decirlo de una manera suave, rondaba
los hoteles Belgrad, Rossia y Sputnik. Pero, claro, había pasado algún tiempo y
es sabido los estragos que en nuestros encantos, que en el caso de Katya eran
muchos, hacían y hacen los años por lo que
la brillante idea de buscarla en aquellos sitios o a través de su número
de teléfono y que me habían sugerido las visitas nocturnas, se me antojaba
difícil porque estaría retirada seguramente de aquellos menesteres aunque cabía
la posibilidad de que se hubiera convertido en madame que los tiempos la eran
propicios, y si lo era, manejaría dinero abundante y, como mínimo, de
procedencia dudosa por lo que tendría un método no muy complicado para
transformarlo en divisas legales y guardables… así que poco la costaría
transformar mis cuatro duros en rublos, digo yo o encontrar un procedimiento
para que el dinero de España me llegara sin mengua considerable. Pero ¿Cómo
encontrarla? ¿Querría ayudarme?
Decidí darme un par de
días para pensar y para vagar por Moscú, esa ciudad que me fascina y que me
hace sentir eslavo, dueño de mis sueños pero esclavo del Destino. De todas
formas las ciudades las tengo clasificadas…Paris y Roma para volver mil veces,
Varsovia para pasar corriendo, Oviedo o Santander para vivir, Moscú para soñar…
La decadencia
moscovita me encantaba, hacía juego con la mía, y pensaba que debía de
progresar pero nunca parecerse a tantas ciudades sin alma ni olor. Las ciudades
deben de tener un olor especial que las haga reconocibles con los ojos cerrados
y si es así es porque tienen alma…si no tienen olor es mejor pasar de largo.
Moscú tenía olor, tenía alma y conservaba esa dignidad de los venidos a menos,
entre ofendida y resignada, como cuando no sé quien decía que el “Caballero de
la mano en el pecho” del Greco era un hijodalgo castellano tapándose un
descosido de su jubón. Pues tal cual. No sabía nunca por dónde empezar a
caminar, y cuando trazaba un plan acababa sin cumplirlo porque un lugar me
llevaba a otro imprevisto cuando en realidad lo que me gustaba era ver a la
gente afanarse en sus quehaceres cotidianos, rigurosamente uniformados con su
bolsa de plástico, tanto hombres como mujeres, que el por si acaso se había
instalado otra vez. Pero me daba igual, Moscú hay que visitarla, hay que
vivirla como si fuera la última vez y a ello dediqué mis afanes que la
inspiración para el enojoso asunto que allí me llevaba ya llegaría, o no...
La segunda noche de
hotel al que llegué hecho unos zorros de caminar sin rumbo, empezó como la
anterior…La encargada de la planta seguramente pensó que a aquel extranjero no
le importaría mucho seguir pagando diez dólares
extra por su descanso porque seguramente tenía la idea equivocada, como todos, de que éramos ricos y
además bobos, también abonada por el esperpento de los turistas comprando
innecesariamente las cosas más extrañas entre las que una vez vi adquirir una
rama de plátanos entera de en torno a veinte kilos…Siempre que alguien me
preguntaba, casi nunca, le advertía de que fuera prudente con el dinero y no
solo por el riesgo de que le robaran, que también, sino por no ofender, por no
ser prepotentes ante una gente que lo estaba pasando mal y que no lo merecía y
además las consecuencias eran…que siguieron llegando señoritas a mi puerta.
A la primera no la
abrí pero me desveló y eso me cabreaba mucho, ahora también, y ya que estaba
despierto a la segunda la facilité el paso con una sonrisa.
Antes de que yo
pudiera decir nada me pidió cincuenta dólares y empezó a desnudarse…era muy joven…lo la dejé, por supuesto pero su
cara era un poema mezcla de sorpresa y miedo, cuando saqué los cincuenta de
vellón y se los puse delante…
- No hago cosas raras,
me dijo
- Yo tampoco que
bastante raro soy yo, la contesté. Este dinero, continué, solo es la mitad de
lo que te daré si me consigues una información.
- Yo no sé nada,
contestó con firmeza.
- Seguro pero si te
mueves en un ambiente en el que alguien debe de saber en dónde encontrar a
Katya Pavliuchenko y darla un recado de mi parte, la dije alargándola el
billete y una tarjeta de cuando me presentaba como miembro de un sindicato
agrario español.
- Y si no la encuentro…
- La encontrarás,
contesté, y además sé que me darás una respuesta la encuentres o no.
- ¿Por qué está tan
seguro? , dijo ella.
- Porque nunca me
equivoco cuando miro a la gente a los ojos. Y, por favor, dila a la diesurnaya
que no la voy a dar más dinero y que quiero dormir.
Dio media vuelta y
salió sin añadir nada.
Al menos la segunda
petición la hizo porque dormí como un lirón hasta casi las diez de la mañana
sin que nadie me molestara.
Las pilinguis no
madrugan pero la que conocía yo debía de ser aficionada porque cuando estaba
desayunando se presentó delante de mi correctamente tuneada y cambiada, tanto
que podría pasar por una señorita de internado cursi y ademanes encantadores.
No se anduvo por las ramas y me espetó:
- Katya Pavliuchenko solo trabaja para grandes clientes y dice que
usted solo es un amigo y que solo podrá verla si la paga por horas su
entrevista.
Supuse que estaría
cabreada conmigo aunque no podía adivinar el por qué pero aun así, y a falta de
otras alternativas, mi respuesta fue afirmativa, sin consultar la tarifa
horaria, y comenté que esperaría instrucciones.
- Ella se pondrá en
contacto con usted así que espere.
¡¡¡Que carácter!!! ¿No
podía salir? Claro que conociendo a Katya pretendería ponerme nervioso y, como
me conocía muy bien, sabía que hacerlo era muy difícil, así que me puse en lo
peor… aunque quizás lo mejor fuera hacer
lo contrario de lo que esperaba ella y darme un garbeo por mi antiguo distrito
de Pionerskaya en donde pasé muy buenos momentos. La desconcertaría pero no se
perdería por nada del mundo verme la cara y saber que quería. Dicho y hecho me
puse en marcha ante el asombro de la discípula poco aventajada que tenía
delante y al verla palidecer la dije que no había desayunado, lo cual era
cierto…
Total un día más por
la capital de todas las Rusias no me vendría mal y además dormiría mejor así
que me fui en el Metro hasta Pionerskaya para después llegar a la calle de los
Héroes de Panfilov andando, un largo paseo, a recordar los viejos tiempos en
los que conocí a Katya, que aun era estudiante, y a un montón de gente
encantadora que me invitaba a su cocina los domingos, cantaban conmigo y me
acompañaban a casa si me pasaba con el vodka, que no era lo normal ni mucho
menos pero que alguna vez pasó sobre todo por mi inexperiencia, que luego ya
aprendí a mezclarlo con agua o a dar solo un sorbo…No debí hacerlo, me entró
una especie de morriña tal que ni siquiera intenté averiguar que había sido de
mis amigos, no quería sorpresas, ni buenas ni malas, y al llegar al hotel le di
diez dólares a la encargada para que me dejaran dormir y eso era un gesto de
generosidad impropio de mi. Me estaba volviendo blando.
Blando si pero
Maquiavelo a mi lado era un pardillo… a la mañana siguiente y después de un
placentero y reparador sueño, esta vez sin sorpresas, bajé al comedor dispuesto
a comerme si no el mundo si algún dulce, tostada o ambas cosas y cuando ya
saboreaba el café apareció Katya como una princesa eslava de guapa y elegante
haciendo que todo el comedor se volviera a mirarla y es que hay gente que llena
todo lo que les rodea incluso cuando no hacen nada para ello que ,
evidentemente, no era el caso.
Sonriente, discreta y
hablando en voz baja, me llamó en su correcto español un torrente de cosas
acabadas todas en ón y en uta… ¿Por qué lo primero que se aprende de un idioma
son los tacos? Cualquiera diría al ver la escena que dos grandes amigos, o algo
más, se reencontraban después de largo tiempo porque, además, lo más gordo me
lo llamó al oído mientras me abrazaba en demasía para mi gusto discreto.
Renuncio a contar la
conversación porque con una sonrisa encantadora, de serpientes, me reprochó que
hacía años que no sabía nada de mí, que eso solo lo hacían los rusos y que cada
vez me parecía más a ellos y yo era español…que como me iba, que como la iba,
que bien gracias y que seguro que tenía algún problema pero que Katya no era
rencorosa y estaba resuelto de antemano, que además vivía con un aparatchik
nada celoso, por supuesto, y más le valía no serlo pensé yo, y que ella se
encargaba aun sin saber de qué se trataba. Tienen razón los que dicen que los
hombres no sabemos nada de mujeres…
La cosa fue sencilla y
se saldó con una comida en una tasca indecente, Moscú no daba para más, en la
que un cocinero de chichinabo se empeñó en hacer una tortilla de patata…matarle
no pero cadena perpetua casi seguro…aunque tengo que confesar que la comida fue
deliciosa porque Katya recordó nuestros tiempos, solo lo bueno que los dos
teníamos memoria selectiva, y nos reímos unas horas hasta que sus obligaciones
de Gerente de empresa dedicada a hacer felices a los demás por unos miserables
billetes, la reclamaron. Y es que si tenía un defecto era el que precisamente
esos miserables billetes eran su última meta y, me imaginé, que el confort que
la proporcionaban, la anteúltima. Y nos despedimos haciéndonos promesas que no
cumpliríamos, y los dos lo sabíamos, aunque la nueva relación comercial nos
obligaría a estar en contacto.
El espinoso tema del
dinero lo tenía ella más que resuelto hace muchos años que nadie sabe lo que
puede pasar en el futuro y el horno estaba para pocos bollos, así que se abrió
cuentas en el extranjero en las que ingresaba su pasta mientras además la
producían beneficios, con lo que yo solo tenía que ingresar en una de ellas, la
española, la cantidad que ella a través de sus pupilas me proporcionaría, en
rublos y dólares o marcos, cuando avisando previamente me presentara en Moscú.
Y con esto y un
bizcocho me volví para casa que ya echaba de menos mi colchón y mi
tranquilidad, porque Moscú agota aunque sea maravillosa.
Y pasó un día y otro
día y de Flandes no volvía, como diría Marquina, y así entre paseos al bosque a
recoger bayas, a Sludyanka por ver a la familia, al hotel de Irkutsk y a Moscú
a cumplir con las obligaciones económicas, pasaban mis días, que las noches
resultaban muy cálidas aun en Invierno, llenos de tranquilidad que a mí me
resultaba excesiva pero, era lo que había.
En una de mis vueltas
a casa y cuando me encontraba a una versta, algo de color amarillo llamó mi
atención en la valla aunque no distinguía lo que era. Al irme acercando me
pareció un coche. ¿Un coche? ¿He pensado que era un coche? Siiii y de un color
amarillo como cuando aun oriental se le da una patada en la ingle y se vuelve
de tono chillón, y solo conocía un vehículo así ¡¡¡ El Lada 124 de mi amigo
Vladimir!!!
CAPITULO III
Éramos pocos…
Se me aceleró el
pulso, se me alargó el paso, no sé si corrí pero es que solo podía ser…!!! Mi
amigo Vladimir ¡¡¡ Nadie podía tener un coche de aquel color y tan cochambroso
y nadie podía estar tan loco como para ir hasta allí en aquella máquina en
ruina…
En la puerta me
esperaban Olga y él, los dos con una sonrisa de oreja a oreja, y Vladimir
enseñándome las nuevas fundas de oro que se había puesto en la boca como si
fuera Belfegor, uno de los Siete Príncipes del Infierno que prometían encontrar
tesoros y proporcionar la Felicidad si a cambio le entregabas tu alma…que así
era Vladimir…
Nos fundimos en un
abrazo eterno ante la mirada comprensiva de Olga, un abrazo sin palabras aunque
él intentó, sin éxito, el saludo de los tres besos pero era tan fuerte el
abrazo que le fue imposible hasta pasado un buen rato.
Era feo con mala leche
pero era nuestro feo así que hasta nos gustaba y parecía que le había ido bien
en esos tres largos años que habían pasado desde nuestra despedida porque
estaba lustroso, cuidado y hasta creo que había engordado.
Las preguntas se
agolpaban por parte de los dos sin esperar las respuestas así que acabamos a
carcajadas cuando Olga nos invitó a pasar a casa que, en su interior, causó
asombro a nuestro amigo del alma que ya fisgoneaba todo inclinado como estaba
para quitarse los zapatos en ese ritual ruso que evita llenar de suciedad o
barro la pieza de entrada.
Nos sentamos en la
cocina, lugar de honor para invitados de honor, aunque no sé si a Vladimir se
le podía considerar un invitado y Olga empezó a poner la mesa siguiendo la
hospitalaria costumbre rusa de ofrecer el pan y la sal aunque la versión
moderna era comer sin importar la hora que fuera y poner sobre la mesa lo mejor
que hubiera en la despensa.
Vladimir me hizo un
gesto para que le siguiera al coche y allí abrió el capó y apareció un motor
nuevo flamante que me mostró con orgullo aunque el aspecto externo era tal cual
lo recordaba. Astuto como un campesino de la estepa, solo cambió lo que
importaba, no dotando al coche de nada que pudiera llamar la atención e incluso
tenía un ingeniosos sistema para desmontar los limpiacristales cuando estaba
estacionado y no pensaba usarle que determinados repuestos eran absolutamente
imposible de encontrar por lo que el mini hurto era deporte de poco riesgo y
gran beneficio para uso propio o para la venta. Después se dirigió al maletero
y sacó de él unas botellas de vino georgiano, que es sabido que de visita
siempre hay que llevar algo, vino dulzón que me recordaba a la quina Santa
Catalina que me daban mis padres para que no me quedara ruin y que completaban
con unas inyecciones de aceite de hígado de bacalao con las que crecí, vaya que
sí crecí, a fuerza de estirarme con el dolor que producían aunque, la verdad, no
fue mucho el estirón. Sus tesoros, sacados de aquello que siempre me pareció
más la cueva de Alí Babá que un maletero, se completaron con un queso italiano
gorgonzola que olía que apestaba a pesar de que él decía que estaba en perfecto
estado y yo que lo que no mata engorda.
Todo hacía suponer que
le había ido muy bien pero, era ruso, o osetio, había que esperar a que
quisiera contar los detalles cosa que sucedería después de comer y reír y al
tercer trago de vodka. Quizás hasta nos diría el verdadero motivo de su visita
pero no antes de apelar a la amistad para siempre, brindar por Rusia y España y
cantar alguna canción folclórico-patriótica tipo “Katiusha”… que el proceso ya
me lo conocía y veía venir el dolor de cabeza si no andaba listo.
Resultó tal
cual…comimos, bebimos, reímos, brindamos, cantamos y cuando el nivel etílico
entró en fase determinante y antes de que la cosa pasara a mayores, pensé en
preguntarle qué asunto le había traído hasta nosotros.
- Os echaba de menos,
que a mí me ha ido muy bien pero vosotros no tenéis ni teléfono. Como llevo
aquí dos días esperándote he hecho alguna gestión y os lo pondrán en esta
semana y no creáis que me ha salido barato, pero vosotros sois más que amigos,
sois hermanos, así que todo está bien. Escucharan todo lo que habléis pero qué
más da si no habláis más que bobadas. Así estaremos en contacto más a menudo.
- Gracias Valodia de
corazón, la verdad es que lo necesitábamos mucho pero resulta que solo te creo
a medias, estoy seguro que hay algo más y esa sonrisilla de jitrii, astuto, me
dice que no me equivoco, repliqué.
- Tienes algo de
razón, necesitaba desaparecer algún tiempo y aquí nadie me buscará. Me ha ido
muy bien, los negocios son fáciles ahora y en el Caucaso más. He comprado y
vendido de todo, incluso voluntades que en los tiempos que corren es fácil, y
se puede decir que he ganado dinero como para vivir siete vidas, tanto que ya
ni siquiera mi suegra me grita y ahora dice que qué suerte tuvo su hija al
encontrarme pero no es menos cierto que ha llegado un momento en el que tenía
algunos enemigos, ya sabes, en los negocios hay mucha competencia y hay cosas
que no todo el mundo entiende.
Intuía que no me diría
más pero que lo había, pero sé perfectamente cuando no es el momento de
insistir, cuando el interlocutor no se apeará de su burro así que opté por
dejarle hacer.
- Unos días de
descanso me vendrán bien, pasearemos juntos, os invitaré a comer en algún sitio
cercano y haremos planes de futuro de esos que sabemos de antemano que no se cumplirán
como, por ejemplo, visitarme en mi casa de Tsjinvali, añadió.
Algo saqué en claro,
al menos vivía en Osetia del Norte y teniendo en cuenta lo apegados que eran en
aquellas latitudes a la tierra, lo probable era que también fuera de allí como
supuse siempre.
Vladimir se despidió a
media tarde y Olga se dedicó a recoger el bardal que habíamos dejado de restos
de comida, botellas y papeles y yo la ayudaba en silencio. Pensé que algo la
preocupaba con lo que yo acabé preocupándome también aunque sin saber por qué.
En el momento mágico que
componen la alcoba y la noche, la abracé y la pregunté si la inquietaba algo.
- Si, contestó, aunque
no sé por qué. La visita de Vladimir me ha llenado de dudas y a la vez de
alegría. Es cierto que le tengo un profundo afecto porque te ayudó y me ayudó y
sin él seguramente lo hubiéramos tenido mucho más difícil pero a la vez me
produce desazón aunque no haya causa real.
- Mira Olga, es
nuestro amigo y lo ha demostrado con creces. Es cierto que es peculiar y que
sabemos muy poco de su vida pero si estamos seguros de que es leal y, en los
tiempos que corren, la lealtad es una cualidad impagable, contesté.
- Tienes razón pero
¿por qué se presenta ahora así, sin motivo aparente y después de tanto tiempo?
Y no me digas que porque es ruso que tu nos entiendes muy bien pero yo los
entiendo mejor. Las ganas de vernos y abrazarnos tienen límites incluso en
Rusia. Y estoy feliz porque tú lo eres, no hay más que mirarte la cara y ver
como sonríes, pero yo tengo mis dudas. Creo que hay algo más.
- Pero qué más da,
habrá venido a otra cosa pero a nosotros no nos afecta, repliqué con aire
tranquilizador.
- Mira Alfredo, se que
algún día te iras de aquí, de mi lado, y lo sé porque este mundo es demasiado
estrecho para ti y solo quiero que te vayas cuando a mi ya no me duela y tengo
la impresión, ojalá sea equivocada, de que Vladimir trae problemas, de que la
felicidad dura poquito aunque tú lo intentes todo para hacerme feliz. Sé que me
quieres y sé que quieres a Rusia, al menos a la Rusia campesina, a su
gente, pero también sé que este no es tu
mundo y que si no encuentras tu camino no serás feliz para siempre. Debes de
buscar ese camino pero cuando lo encuentres procura que no me duela.
- Eso no pasará nunca
Olga, dije con fuerza y convicción y la
abracé más fuerte para que sintiera que lo decía completamente seguro de
mis palabras.
Se quedó dormida en
mis brazos a cambio de provocarme a mí un insomnio monumental que me obligó a
levantarme a ver los cientos de anuncios que salían en la tele a aquella hora y
a fumar más de lo que debía. Di más vueltas que el cobrador de un tiovivo y, lo
que es peor, las palabras de Olga me generaron un mar de dudas con respecto a
las intenciones de Vladimir y, sobre todo, a las mías ¿Tendría razón? ¿Me
conocía mejor que yo mismo? ¿Que había visto en Vladimir? Me prometí a mi mismo
no meterme en ninguna aventura y menos en algún lío ni por Vladimir ni por
nadie, simplemente por Olga y por mí pero la incertidumbre se apoderó de mí y
solo al amanecer me quedé dormido con la tele puesta y en una postura sobre el
sofá que me proporcionó una tortícolis monumental y un dolor de cabeza de esos
que solo se me pasan con café con dos gotas de vodka que así lo tomaba en la
ciudad aunque tenía que pagar a la camarera un chupito entero porque se negaba
a servirme dos gotas, ya se sabe, nielziá…yo creo que se bebía el resto…supongo
que para olvidar que quería trabajar en un hotel y lo hacía en un parque
zoológico lleno de mochilas y mochileros, tanto que, a veces, me preguntaba a
que animal representaba yo…quería ser el tigre de Siberia pero creo que era la
jirafa de tanto estirar el cuello para observar, gratis, todo lo que pasaba a
mi alrededor y es que curioso…también soy y mucho.
Cuando desperté, Olga
me miraba con cara de asombro y no solo por mi postura acrobática en el sofá
sino porque jamás me perdía en todas las estaciones del año el maravilloso
amanecer, tanto con sol como con nieve o hielo pero sobre todo en Otoño cuando el tibio sol iluminaba el ocre de los abedules
haciéndoles de terciopelo. No sabía ni a qué hora me había dormido, ni cuánto
dormí ni por supuesto que hora era, solo sabía que necesitaba el café mojado
con las gotas milagrosas y que dos operarios circulaban por la casa como Perico
por la suya martilleando la pared y a la vez mi cabeza en un eco que me
producía la sensación de peinarme con alfileres. A mí mirada inquisitiva Olga
respondió con una sola palabra en voz baja: Teléfono. Tiene bemoles la cosa,
casi tres años para poner un aparato y Vladimir lo había conseguido en tres
días.
Al cabo de cierto
tiempo, que me pareció una eternidad, uno de los operarios se dirigió a mí y
yo, con un gesto, le redirigí a Olga que no estaba para explicaciones. Con
cierta desgana, estaría ya cansado, le indicó a ella que el teléfono, modelo
teletrófono de Antonio Meucci y de uniforme color negro que me daba grima
porque soy alérgico a la baquelita, ya estaba instalado pero que no sabía
cuando darían la línea ni el número porque él solo lo instalaba… “España y yo
somos así señora” decía Marquina, y Rusia también que por algo somos primos
hermanos.
Apenas se habían
marchado cuando el aparato aquel sonó, si sonó y el asombro de los dos supongo
que era inenarrable…¿no dijo aquel hombre que el número y la línea no sabía
cuando los darían?¿serían pruebas? cógelo tú...no, no cógelo tú…y aquello
seguía sonando…en un gesto machista fingido, lo tomé en mi mano como si fuera
de cristal y, no sin temor, lo acerqué al oído y dije tímidamente lo típico de “Slyshaiu”,
escucho, y casi me da un pasmo cuando oigo el vozarrón de Vladimir
preguntándome si había dormido bien.
No salía de mi asombro
a pesar de saber que en Rusia todo es posible y lo contrario también pero
aquello era demasiado.
- Déjate de hacer
tonterías que os paso a buscar para ir a comer a un sitio en el que he
encargado la comida y además tengo que deciros una cosa.
Me senté, no estaba
para emociones fuertes, y apenas pude balbucear para preguntarle a qué hora
pasaría.
- En una hora estaré
allí, dijo y colgó sin más.
Se me cayeron dos
lagrimones imponentes con la alergia a aquel material y se lo dije a Olga que
se entristeció porque ni tenía que ponerse, según ella, ni sabía qué hacer. Para ella era una
experiencia nueva ir a comer fuera de casa. La tranquilicé diciéndola que era
normal, que se pusiera cualquier cosa, que solo éramos unos amigos y que
nuestro ilustre anfitrión solo quería pasar un rato con nosotros sin que tuviéramos
que poner la mesa ni recoger ni nada…solo charlar juntos. Tuve una frase
definitiva…Vístete de Olga y estarás perfecta, la dije. De repente se
tranquilizó y en unos minutos estaba radiante.
La bocina acatarrada
del Lada de Vladimir sonó llamándonos mientras se acercaba y nada más apearse
se dirigió a Olga para decirla que estaba preciosa. Ella me miró a mí en un
gesto de complicidad. Verdaderamente estaba muy guapa vestida con la
naturalidad que acostumbraba.
Nos llevó a un hotel, de
cuyo nombre no quiero acordarme, que tenía un comedor absolutamente rococó con
palcos sobre una pista de baile y que se cerraba con cortinones rojos que olían
a humedad. Me recordó a Lara y al canalla de Komarov del Doctor Zhivago y me
entraron ganas de asesinar al camarero si se llegaba a aparecer a aquel
personaje turbio y sin escrúpulos. A aquel comedor solo le faltaba música y una
madame pero Vladimir era así y no sé por qué esperaba otra cosa.
Fundamentalmente la
comida era sencilla pero espléndida, ensalada Olivier, rusa, con un aliño que
quería ser César, pescado en gelatina, kolbasá, smetana para unos ricos blinys
de champiñones y una inmensa tarta de galletas y chocolate grande como para
invitar a todos los comensales si el salón estuviera lleno, que no lo estaba salvo
en dos mesas que ocupaban unos individuos vestidos con el inevitable chaquetón
de piel negra que me hizo sospechar su profesión, más bien su ocupación, y
además pude comprobar que nuestro amigo se sentía cómodo entre ellos, tanto
como incomodo me sentía yo.
Cuando acometimos la
tarta apareció en el centro un señor vestido, creo, de zíngaro con su
correspondiente acordeón y digo zíngaro porque si bien son muy talentosos para
la música con este instrumento son geniales. La escena era…no sé cómo decirlo,
solo faltaba una cabra haciendo de las suyas o un mono pasando la bandeja
aunque la canción era agradable. Vladimir no debió pensar lo mismo porque
rápidamente le dio un billete de cien rublos y le pidió que se fuera con la
música a otra parte. Por toda explicación dijo que quería hablar con nosotros.
Se me puso la carne de gallina.
Salió del local y
volvió con una caja de zapatos que
ofreció a Olga. Ella sorprendida le interrogó con la mirada y él la pidió que
la abriera. Al hacerlo la cara de Olga era todo un poema, entre sus manos salió
un collar de ámbar de dos vueltas con el cierre también en aquella maravilla y
que contenía un insecto atrapado en la resina. Debía costar un dineral porque
estas piezas se venden al peso y aquello, por el aspecto debía de pesar lo
suyo.
Si la cara de ella era
de asombro, la de Vladimir parecía la de un colegial que se hubiera corrido la
clase y estuviera columpiándose en un parque por primera vez. Y solo pensaba
que cuanto me iría a costar y no precisamente en dinero porque a fuerza de ser
estoico también me había hecho desconfiado, o cínico, aunque pensándolo bien, a
lo mejor lo era de nacimiento pero también era cierto que en Rusia la
tranquilidad era breve dada mi experiencia…
Nuestro amigo me pidió
que se lo colocara a la aturdida Olga mientras la dijo una de sus frases que
nunca sabía por dónde tomarlas: Algún día los marcos de tus ventanas será de
ámbar. Es conocida la costumbre rusa de adornar los marcos de las ventadas con
tallas en madera pintadas de vivos colores pero en ámbar jamás vi ninguna.
Supuse que era una cortesía impropia de nuestro anfitrión ocasional pero
cortesía al fin y al cabo.
Pasadas las palabras
de agradecimiento y la sorpresa, esta vez agradable, Vladimir se dirigió a
nosotros.
- Olga, sé que es un
poco grande pero también se que puedes cortarle y darle la mitad a tu hermana
Yulia e ir las dos igualitas como corresponde. No te disculpes porque sé que lo
harás y ya contaba con ello así que adelante.
Y siguió.
- Supongo que os
habréis preguntado cuanto tiempo estaré aquí, es lo lógico, pero aun no lo sé,
no depende de mí, pueden ser tres días, tres semanas o un mes. En realidad
estoy muy a gusto y tenía ganas de veros pero prefiero que me echéis de menos
que qué simplemente me echéis…
Estoy esperando a
alguien que llegará de un momento a otro y de ese alguien dependerá la duración
de mi estancia. Bueno de él exactamente no pero si en gran medida, por eso
estoy mirando hacia la entrada. Una vez más os soprenderé, concluyó enseñando
sus recién estrenada fundas doradas… y dejándonos a nosotros absolutamente
pensativos intentando adivinar quien sería la persona a la que esperaba.
No habían pasado diez
minutos cuando Vladimir se levantó, alguien entraba en la sala, alto y con paso
seguro. Creí conocerle pero no podía ser…o si…la persona que avanzaba hacia
nosotros era Aleksander Volkov, el hijo de Olga…Ambos se fundieron en un abrazo
sin palabras que en ella me pareció de emoción pero en él demasiado fingido,
mientras nuestro amigo se reía feliz aunque no tanto como ella.
Allí estábamos los
cuatro…Olga miraba a su hijo como las vacas miran al tren, y a mí con ese gesto
como cuando Gary Cooper decía aquello de “Te lo advertí Flannagan, nunca
debiste cruzar el Mississippi…” y el caso era que me había advertido pero de
todo lo contrario pero, claro, ¡¡¡ qué sé yo de mujeres!!! Y Vladimir y
Aleksander hablaban ajenos a nuestros pensamientos lo cual me ponía en alerta
máxima, esa intuición que nunca me falla y que siempre me acompaña. Es como una
segunda piel que me ha sacado de múltiples apuros. Veríamos esta vez…
El Sol poniente teñía de
rojo y gualda, que casualidad, la herida plateada que producía en la tierra el paso del río Angara, generando
uno de los espectáculos más bellos de los tantos que solo la Madre Naturaleza
es capaz de crear. Mientras disfrutaba de aquello a través de los ventanales y con
la mirada ensimismada, pensaba que éramos pocos y parió la abuela.