Capítulo I
La cabra siempre tira al monte
Amanece que
nos es poco decía no sé quién… echaba de menos mi época de vino y rosas pero no
me apetecía empezar de nuevo…pura pereza…aunque a lo mejor sí pero no me daba
cuenta…
La vida
transcurría tranquila , demasiado tranquila, y el mundo, nuestro mundo , se me
hacía demasiado pequeño….demasiados temores, que aquí el miedo es una segunda
piel adosada permanentemente al Alma eslava, y era feliz, éramos felices, pero
alguien acostumbrado a una vida nómada, y de asfalto para el reposo, no
encontraba por ningún lado el gusto por el campo y la huerta aunque a Olga le
pareciera, después de tanto sufrimiento, aquel paraíso terrenal en el que Eva y
Adán comían manzanas empujados por aquella serpiente puñetera…no se me daba
bien embotar a todo correr en Verano todas las bayas del mundo para comerlas
despacio en Invierno y mucho menos recogerlas…soy más de supermercado, no es
tan natural, ni tan barato pero es más cómodo…
Es cierto
que Rusia huele a trigo verde, a hierba recién segada, a campo y sudor…también
es cierto que , durante algún tiempo, me gustaba aquello pero no lo es menos
que los días eran tan previsibles que llegaban , a veces , a hacerse
odiosos…envidiaba a aquel Paco Umbral que iba a buscar el pan cada mañana y se
encontraba con Nadiuskha y mucho más su obra literaria porque siempre quise ser
escritor pero resulta que no tenía inspiración, y es sabido que los artistas
sin ella no somos nada…solo faltaba que el marido de Yulia me llevara a
pescar…claro que el Baikal no es cualquier cosa aunque no se pescara nada…y me
decía que si llegaba la propuesta me lo pensaría , pero era demasiado
respetuoso conmigo así que tendría que proponérselo yo.
Me gustaba ir dando un paseo en cualquier época del año al
hotel Art House. Una cadena internacional lo mantenía en aceptables condiciones
de todo tipo teniendo en cuenta que estaba incrustado en la mansión Bichikanov
del siglo XVIII, situado en la ribera derecha del río Angara antes de que este
calmase la sed del gran Yeniséi, y
que tenía un café más que aceptable aunque cuando lo pedía con leche la
camarera , demasiado pizpireta para su edad, me miraba con ese gesto tan ruso
que venía a decir que los extranjeros estábamos como un cencerro, lo que , en
mi caso, era cierto…lo único malo que tenía el susodicho alojamiento era que
estaba al otro lado del río con lo que , en ocasiones invernales, el paseo
había que darlo aceleradamente y
entre los crujidos que salían de mi boca al congelarse al contacto con la
atmosfera mi aliento, en ese efecto que algunos llaman “ los suspiros del
Yeti”. Estos paseos acelerados estaban de sobra compensados por la maravillosa
floración de la Primavera y el Otoño ocre que cubría las dos orillas del río
llenándole de pura Poesía, de puro deleite para la vista.
En verano
demasiado calor , no solía ir a por mí café y a engancharme a internet porque
la cafetería se llenaba de una variopinta fauna entre guiris en busca de
mamuts, que algunos creían que aun andaban por las calles, ecologistas de salón
que venían a salvar al lago sagrado Baikal de los excesos humanos, aventureros
de chichinabo, fotógrafos freelances en busca del éxito que les sacara del
anonimato y la pobreza, y chinos cargados hasta las trancas de productos marca
“La bandurria”…que montaban su mercadillo particular pagando previamente a todo
chichirimundi una espléndida propina para que miraran para otro lado.
El zoo lo
completaban algunas mozas aspirantes a modelos que, no sabía por qué, pensaban
que allí encontrarían a un agente americano que haría que sus sueños se
cumplieran…Solo encontraban a unos mamoncillos con pelo largo que las hablaban
de la pérdida del espíritu revolucionario de Lenin poniendo cara de
sufrimiento, o de estar estreñidos, con la sana intención de llevárselas al
huerto, no precisamente el de Getsemaní, y sin hacerlas una triste foto que
alimentara sus anhelos de gloria efímera en papel cauché…así, chavales, no hay
forma, me decía yo moviendo la cabeza en ese gesto universal de la negación. No
sabían que hacía años que los rusos habían cambiado la hoz y el martillo, cosas
para turistas, por la hoz y el Martini, rojo, claro…
Al final
el hotel parecía un camping para mochileros y la tranquilidad habitual se
convertía en una torre de Babel en la que nadie entendía más que el lenguaje
universal de los gestos, menos mi camarera favorita a la que de vez en cuando y
por probar a ver qué pasaba, la guiñaba el ojo o la hacía una reverencia a la
vez que la decía buenos días…pero no pasaba nada, la sutileza no era su punto
fuerte y creo que el sentido del humor tampoco. No me quedaba otra porque para
conectarme a Internet, ella debía de desconectar de su clavija un teléfono y
poner la mía y de paso avisar al FSB[1]
con lo que se apuntaba un tanto muy valioso. Me la imaginaba diciendo algo así
como “El que vive con la hija de Beria, el extranjero, está conectado…”. No
solo no me importaba sino que me divertía, que mis secretos eran tan
confesables que daban risa, pero Rusia funciona así, con lo que seguir el juego
haciéndome el bobo no era nada difícil, hasta la cara me salía muy natural.
Conocía de
memoria la ciudad después de dos años de retiro espiritual o lo que fuera.
Irkutsk,
ciudad más conocida por los Decembristas que por otra cosa…Decembristas así
llamados porque fue en Diciembre de 1825 cuando se sublevaron contra el Zar,
Decembristas que eran oficiales del Ejército, pertenecientes a la aristocracia
rusa y formados en Francia desde donde exportaron las ideas de la France
y su revolución, pero los gabachos, siempre hacen lo mismo y esta vez no sería
una excepción, se olvidaron algún detalle…les contaron lo de la Liberté,
Egalité y Fraternité pero omitieron que para ello había que dar matarile a unos
cuantos miles de monárquicos, y sin pestañear, por un procedimiento, muy poco
aseado, llamado guillotina y, a poder ser, con amplia difusión y un público
ávido de ver cómo funcionaba el invento y cuanto más numeroso mejor, para
después pasear cabezas en una pica recordando a los que no habían ido al
espectáculo lo que les podía pasar si pedían la devolución de las entradas que
no habían utilizado. El método lo perfeccionaron más tarde Lenin y Stalin con
notable éxito. Pero la culpa fue de los gabachos que, ya se sabe, andan escasos
de sutilité…
¿El
resultado? Cinco condenados a muerte y casi una centena de deportados a Siberia
y al extranjero en distintas condenas en cuanto al tiempo de duración y, eso
sí, con la pérdida de todos sus bienes…y todo por una mala explicación. Y es
que la mala leche es universal.
La mayoría
de estos oficiales deportados se llevaron a Irkutsk a sus familias y entre
todos formaron aquí un centro cultural de lo más selecto de Rusia, dando lugar
a un florecimiento en la ciudad que no había tenido ni soñado jamás desde su
fundación al principio del Siglo XVII, fundamentalmente reconocible hoy en día
por la cantidad de casas y palacios con un inconfundible estilo francés y
amansardados edificios, todavía hoy en bastante buen estado de conservación,
como la mansión Fainberg o la Casa Europa, y no digamos la casa de María
Volkonskaya, verdadera inspiradora del nacer cultural en estos lares, e incluso
las famosas casas de madera son especiales en esta parte de Siberia por la
riqueza de los marcos de sus ventanas, hechos en madera tallada y policromada
que las dan un valor añadido y resultan de una singular belleza.
Del paso
de Bakunin apenas nada… el ideólogo del anarquismo no quedó muy bien
parado aquí que los decembristas eran revolucionarios pero menos. De hecho se
carteaban con el héroe nacional ruso, el poeta Puskhin, muerto en un duelo a
manos de un oficial francés, que ironía más fina, por un quítame allá las
faldas de mi mujer Natalia Goncharova.
De una de
sus cartas, exquisitamente escritas, en la que se decía algo así como “… de la
chispa encendida por vosotros nacerá un nuevo orden...” sacó Lenin la palabra
Iskra, chispa, para el nombre del primer periódico revolucionario.
Nuestra
casa seguía siendo la misma, al menos exteriormente, porque ese miedo, tan
típicamente ruso, no permitía arreglar su exterior para no llamar la atención
pero interiormente si habíamos hecho muchos arreglos que nos permitían vivir
más que cómodos.
Nuestra
cocina era relativamente nueva, se había repartido la planta en piezas
separadas, el cuarto de baño era interior aunque con pozo, que no llegaba allí
el saneamiento, y un sofá en la salita de la tele, aunque yo prefería
tumbarme en el suelo a verla como hacía de niño con gran cabreo de mi padre que
decía que no sabía guardar la compostura…por eso decía Olga que yo era como un
osito de peluche porque nunca había abandonado mi alma de niño…un revoque
interior, con capa de pintura demasiado llamativa para mi gusto, nos aislaba
del frío mejor de lo que se podía imaginar pero es que los rusos en esto de
abrigarse y abrigar son unos maestros y saben muy bien lo que hacen.
También
los radiadores de aceite habían complementado a la rechka que por otra parte
ocupaba un espacio absolutamente necesario para movernos con cierta comodidad y
había que reducirla... Por supuesto que el icono seguía en la cocina, el lugar
de honor de la casa, aunque su valor era relativo…por razones obvias no
pertenecía a la herencia familiar ni era antiguo…
Por encima
de aquel decorado de cartón piedra reinaba Olga, absolutamente feliz,
complaciente y paciente y, por primera vez en su vida, segura de sí misma y de
mi protección o eso parecía. Se afanaba en las tareas de la casa a lo que yo
ayudaba en las labores más duras y en hacer los mandados como una excusa más
para cruzar el río camino del centro, y yo creo que lo sabía y sabía que me
gustaba el paseo y el café mañanero sobre todo por lo que se inventaba, en
muchas ocasiones, algo que requiriera mi salida por el simple placer de ver mi
cara de alegría…
El
panorama, mi panorama, se completaba con alguna visita a Yulia, la hermana de
Olga, que seguía viviendo en Sludyanka, y que cuando nos veía abría los ojos
como platos, eso que ahora llaman ojiplática, como si no diera crédito a lo que
veía, o como si no nos hubiera visto nunca pero ,claro, creía en la Sudba, el
Destino, y en ese particular síno vivía la suerte de su hermana que , después
de todo lo pasado, tenía su personal cuento de hadas en el que yo, que cosas,
era el Príncipe azul, un azul precisamente del tono que a su hermana le
gustaba, que ya se sabe que este color tiene demasiados tonos…incluido el
galuboi…
¿Era
feliz? Si, sin duda, pero no imaginaba mi vejez en aquel lugar, y no porque no
me aportara nada, al contrario, sino porque aún no abandonaba sin pena las
cosas de la juventud como recomendaba Kypling y lo peor era que Olga lo sabía y
no quería hacerla daño por nada del mundo, no se lo merecía y además sin duda
la quería pero lo cierto era que nuestros mundos eran muy distintos, distantes,
cada uno rehén de su educación, de sus raíces, de sus vivencias, tremendas
vivencias en el caso de ella, que se plasmaban en la tranquilidad que
significaba para uno esta vida, frente a la necesidad de que “pasara algo” del
otro.
A veces
pensaba buscar nuevamente a su hijo y traérselo arrastrando por la carretera
porque sabía que necesitaba verlo, necesitaba saber que estaba bien pero el
elemento estaría muy ocupado en plena picaresca a la rusa para obtener pingües
beneficios, espero que sin involucrarme a mi otra vez, y me prometía a mí mismo
hacerlo algún día y todavía no comprendía por qué había renunciado a los
papeles de Beria salvo porque tuviera otro negocio en marcha del que fuera más
fácil obtener réditos que convenciéndome a mí, sobre lo que seguro tendría
dudas, aunque yo no tuviera ninguna. Lo pasado, pasado está y así
seguiría. Pero tener un hijo así era como si una espada de Damocles oscilara
sobre nuestras cabezas.
Resumiendo, que es gerundio, la cabra, en este caso
yo, Alfredo Vigón, siempre tira al monte y espero que nadie le ponga años al
animalito…que echaba de menos el Lada amarillo chillón, más chillón que el
tractor de los Zapato Veloz, de mi amigo Vladimir y que añoraba la
mochila que no era precisamente azul.
Es curioso, todos queremos vivir muchos
años pero nadie quiere llegar a viejo. Parece evidente que son dos cosas
incompatibles, salvo para Matusalén que por la estepa le llamaban Mafusailov...y
yo aspiraba a imitarle o a ser eternamente joven aunque fuera como Dorian Grey,
a costa de verme cada mañana en un retrato que envejecía mi cara, mi ego y mi
alma....
De que Rusia es un
gran país no me cabía ninguna duda y en
él vivía yo mi particular aventura terrenal envuelto e imbuido en eso que
llaman el Alma Eslava…que encontrarle nombre a las cosas que no entendemos es
muy humano, cuando, yo creo, solo hay que sentir esas cosas, medir si nos
emocionan o nos cabrean. Y dejarse llevar por ellas como aquel que decía que a
Rusia o se la ama o se la odia obviando entenderla. Otra cosa es un vivo sin
vivir en mí, como Santa Teresa…
Desde que en una
visita del Patriarca de la Iglesia Ortodoxa a Occidente y se agarró un cabreo
de mil pares de Patrones de su Iglesia porque en un mapa antiguo se denominaba
a Rusia con el nombre de “Terra Incógnita”, se ha instalado en el resto del
mundo mundial un halito de misterio sobre todo lo que sucede o ha sucedido, o
está por suceder, en aquellas tierras que nos empeñamos en creer muy lejanas…y
es posible que hasta con cierta razón porque el ruso, el eslavo, también cree
en los misterios y en los milagros, probablemente porque cuando les falla la
Tierra , y les ha fallado en demasía, miran al Cielo, como todos hacemos, y
también porque tiene un cierto gusto romántico que convierte en héroes a los
poetas o a los actores y viven en un mundo de sueños, imperiales pero sueños.
Me encanta que la
gente crea en algo, que sueñe, creo que somos soñadores y que empezamos a morir
cuando dejamos de soñar y me cabrean esos falsos investigadores que se dedican
a desmantelar mitos y creencias destruyendo la ilusión de la gente. De hecho yo
aún creo en Died Maroz, Papá Noel, a pesar de mi corazón Mediterráneo, pero ¿y
si fuera adoptado y en realidad me apellidara Romanov? No creo, aunque a veces
lo pienso, pero una vez se lo dije a un
amigo en broma y se lo creyó tanto que la supuesta adopción apareció en un
periódico brasileño
Su historia está llena
de “falsos Dimitris” como aquel que en el llamado Interregno, se presentó como
hijo de Iván el Terrible, y que en realidad, se dice, era un monje llamado
Grigori, y acabó con la invasión polaca
y como el Rosario de la Aurora y el tal ¿Dimitri? o ¿Gregori? asesinado y
sustituido por Boris Godunov que, aunque era un verdadero gafe, al menos dio
lugar a una abundante obra literaria y musical. La realidad de todo este embrollo
fue que el pueblo prefería creer que era verdadero y que se salvó de la matanza
de la familia del tal Iván IV y que los boyardos se aprovecharon para sacar
ventajas a cambio de su apoyo. Nada nuevo bajo el Sol.
Otro episodio de este
pelaje sería el de la Princesa Tarakanova, que se decía hija de la Zarina
Isabel… se topó con Catalina la Grande en su intento y, tras ser llevada a
Rusia con engaños de uno de los supuestos amantes de la Cata, el Príncipe
Orlov, murió de tuberculosis en la
fortaleza de Pedro y Pablo en Piter sin que los duros interrogatorios a los que
fue sometida la apearan del burro. Hoy en día aún son muchos los que mantienen
que realmente era hija de Isabel de quien se dice estuvo embarazada dos
veces del Conde Razumovsky, recluyendo a
su primera hija en un convento aunque de la segunda, la tal Tarakanova, con
nombre de cucaracha[2]…
nada se supo hasta su aparición en París con un supuesto testamento en la que
se reconocía su condición. Y nada se supo después aunque no resulta extraño porque
de existir alguna prueba habría sido destruida sobre la marcha.
La historia de la
muerte de Alejandro I está llena de todos los elementos propios de una novela
de misterio a la eslava. Muere en Tangarong, a orillas del mar de Azov,
oficialmente de malaria, pero ¿Qué tiene de romántico o heroico morir así? Se
dice, y seguramente será verdad, que cuando comprueban su cadáver, las medidas
antropométricas no coinciden con las de Zar, y aunque sus restos son enterrados
junto con los de los demás zares en San Petersburgo, dice la leyenda que no son
de él, que el verdadero se refugió en Siberia, que vivió como un stariets, un
ermitaño a la rusa, haciéndose llamar Fiodor Kuzmitch. Y yo también lo creo
porque me apetece que sea así que para mí es suficiente…
Podríamos estar
repasando tantas y tantas historias fantásticas hasta pasado mañana, a cual más
bella, y que entre todas han generado un
temor ritual entre los países que llegan a mezclar este sentir popular, este
acerbo, hasta con el mismísimo KGB. La ignorancia es atrevida. Todos creemos en
algo, esotérico o no, incluso los que no creen en nada, creen en algo…en ese
nada…que ya es creer porque muchas veces nada significa mucho.
De todas estas
creencias, Rasputín nada de nada a pesar de que su supuesto pene de veinte
centímetros se conserva en formol en un museo de la antigua Leningrado, la que
más me gusta es la de la princesa, en realidad Gran Duquesa, Anastasia, la que escapó de la matanza de la
familia imperial de Nicolás II en la casa de Ipatiev en Ekaterimburgo. Y digo
que escapó porque así lo creo y no quiero creer otra cosa. Mi admirada
Anastasia Nikolayevna vive porque lo digo yo que ya es suficiente motivo.
Leo todo lo que cae en
mis manos sobre ella, tratando de dar sentido a su final y creyendo que Anna
Anderson, probablemente enredada en un sinfín de problemas jurídicos, fue
víctima de las circunstancias y no del soviet de los Urales.
Por casualidad vi una
película antigua sobre ella protagonizada por Ingrid Bergman y ¡¡¡Yul
Brinner!!! del que aún no sabía que era romaní y ruso de Vladivostok. No sé si fue la magnífica interpretación, mi
calurosa imaginación, mi predilección por los personajes caídos en desgracia,
los perdedores, o mis tendencias a averiguar la parte de la verdad que me
interesa, nunca completa que puede ser hasta peligroso, pero el personaje me
fascinó y he leído y leo todo lo que cae en mis manos sobre mi Anastasia, mi
heroína de mirada triste. La realidad es que aún no habían aparecido sus restos
lo cual era altamente sospechoso por cuanto, lógicamente, deberían haber sido
enterrados junto con los de toda la familia de Nicolás.
Al menos es lo que se
desprende del relato del carnicero Mijail Medvedev en su libro “Torbellinos
hostiles”, mejor manuscrito, en el que se atribuye el mérito del asesinato
dejando a los matarifes restantes como simples espectadores. La crueldad del
personaje se manifiesta en su testamento en el que legó la pistola que utilizó
en los crímenes a Nikita Kruchev, que, en mi opinión, no era mejor que él. Su
tumba mancha para siempre el fantástico cementerio moscovita de Novodevichi no
muy lejos de la del heredero de su arma, tal para cual, sin que, al menos yo,
se sepa el destino último de la pistola de marras.
Hablaba muchas veces
con Olga sobre estos y otros muchos enigmas de la Historia rusa y curiosamente
estábamos de acuerdo aunque por motivos diferentes.
Ella creía firmemente
en lo más profundo de las leyendas como algo consustancial al sufrimiento ruso,
algo tenía que haber salido bien, no todo podía haber salido mal, por más que
Dostoyevskii dijera que el pueblo ruso amaba sufrir, y yo por lo que ya he dicho,
y porque me apetecía creer, y porque la
gustaba a ella que creyera y porque probablemente hubiera una parte de verdad
en muchas de ellas, por enrevesado que pareciera, porque la Historia, no solo de su país sino
de todo el mundo, y hablo de la verdadera Historia, hay que conocerla con una
buena provisión de tila mezclada con valeriana para que no se nos indigeste.
Olga y yo nos
entendíamos muy bien, siempre lo habíamos hecho, pero es que ella había
desarrollado un español, rusiñol, como el de los indios en las películas del
Oeste cuando decían “ No creer a casaca
azul pero invito a trago en Little Bighorn”,
lugar en donde los escabecharon cual perdices, que era más que suficiente, y mi ruso
prosperaba a pesar de todos los cantamañanas que al saber que era español me
hablaban en inglés, idioma que odio y del que solo sabía decir “Gibraltar
español” que ese peñón lo llevo clavado en el alma como si fuera una navaja
cachicuerna metida hasta el mango en el omóplato.
Nunca hablábamos de su
padre, el ínclito Lavrenti, en un pacto ni hablado ni escrito, que no era
cuestión de meterse en fangales, que eso ya lo hacía con frecuencia su hermana
empeñada en presentarme a su padre como si fuera un personaje de cuento de
Navidad…ni tanto como se decía ni tan calvo, que sí lo era, como lo pintaba
ella…pero sí alguna vez y con cierta reticencia sobre su hijo, el tal
Aleksander Volkov, al que ella llamaba Shasa.
Cuando la conversación
se ponía de color panza de burro zamorano yo solía hacer algún comentario del
tipo “Parece que va a llover” que era la señal, muy bien captada siempre por
ella, de que el tema no debía llegar a mayores, mayores que pasaban porque le
buscase como la busqué a ella y es que no hay nada como una mujer enamorada
para creer que su pareja es Tarzán de los monos y que lo puede hacer todo.
Además me estaba
volviendo supersticioso, a pesar de que
serlo trae mala suerte, y pensaba que no se debe de mentar la soga en casa del
ahorcado por razones obvias pero en este caso porque a fuerza de nombrarle
acabaría apareciendo…